El reloj del zar
Nada épica ni ejemplar la escenificación ofrecida en la localidad finlandesa de Lahti por los líderes de la Unión Europea cuando se trata de hablar con alguien que se considera muy hombre, de los de antes, de sala de banderas de oficiales chequistas, cuando las medallas al mayor seductor no exigían la voluntariedad de la conquista femenina y aún se nutrían de la gran orgía de violaciones del Ejército rojo en la Alemania ocupada. Las fotografías de Lahti son ciertamente embarazosas: una asamblea de gallinas cluecas sonrientes y algo aturdidas posan en torno a un invitado que no parece otra cosa que el jefe. Vladímir Putin. En algunas imágenes, el zar de los ojos de rodaballo echa su gélida mirada al reloj, como quien pierde la paciencia con una tropa despistada. Le han tratado muchos años como si fuera uno más y él acude a Finlandia a dejarles claro que ha llegado el momento de demostrarles que él es otra cosa. El zar es cortés, pero considera que ya le puede rezumar el desprecio en palabras y gestos.
Atrás han quedado una vez más los tiempos en los que el Kremlin decía querer aprender a civilizarse con costumbres occidentales. Después de hundirse la gran casa del crimen que era la Unión Soviética, se trataba de buscar hábitos democráticos aplicables y un poquito de estado de derecho, por ejemplo, que generaran cierta sintonía con Occidente. No puede descartarse que, en una situación internacional distinta, de mayor cohesión de las democracias y necesidad general de ayuda por parte de Moscú, estos sueños hubieran podido cuajar en algo más que un sarcasmo. Pero no ha sido así, como no lo fue antes. Los zares Pedro y Catalina ya se resignaron ante la certeza de que importar el concepto de ciudadanía era ridículo, caro y peligroso. Putin jamás pensó en ello. Por Mijaíl Gorbachov y Borís Yeltsin sólo muestra desprecio ya sea por diferentes razones. Él siempre ha sabido poner orden, siempre rodeado de sicarios, nunca de socios, independientemente de donde se hallara en el escalafón. Quienes se han resistido en el interior, desde la política o el dinero, están marginados, presos, muertos, exiliados o integrados en su equipo.
Tiene Rusia a sus pies a los países vecinos atemorizados y a los estados europeos en general con tales ansias de ganarse sus favores que todos albergan tentaciones de acuerdos, contratos y amistades por separado. La bilateralidad absoluta entre Moscú y Berlín en su política energética, decidida por el anterior Gobierno alemán, dirigido por el hoy empleado de Putin, el ex canciller Gerhard Schröder, creó una fisura en la política europea de consecuencias incalculables. Desde entonces, el desprecio de Moscú hacía los países compradores, compañías explotadoras, acuerdos, contratos, licencias de explotación y seguridad jurídica en general, es manifiesto. Putin ha hecho saber que hará lo que le dé la gana. Desde luego no firmará un acuerdo general de energía que le comprometa y se reirá de los europeos cada vez que éstos le vengan con monsergas sobre los derechos humanos. En la tradición soviética, cuando le hablen de derechos humanos, él lo hará sobre indios en América, la mafia siciliana, la alcaldesa de Marbella o las violaciones, presuntas pero "envidiables", del presidente de Israel.
"Imagínense al imperio Habsburgo dividido en muchas repúblicas menores y mayores. ¡Qué maravillosa base para una monarquía universal de Rusia!" Estas palabras del gran historiador checo Frantisek Palacky en 1848, son la cita con la que abre también el historiador Tony Judt el capítulo sobre la Guerra Fría de su inmensa Historia de Europa (Postguerra, Taurus 2006). La monarquía rusa ha vuelto. Como entonces, la división de Europa es su objetivo y baza principal. Putin ya goza del prestigio que confiere el éxito. En 1945, con el prestigio de la victoria, Stalin encargó a Eisenstein su película sobre Iván el Terrible para reivindicar la lucha sin piedad por la supremacía rusa. Putin homenajea a Stalin a diario con una política que divide y humilla a los europeos.
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