La historia no ha acabado
Si me preguntan por el estado actual de las relaciones Europa-Estados Unidos la respuesta sería más o menos la siguiente: no muy bueno, tampoco muy malo, pero sin duda mejorando. Incluso, lo que ya es decir, en España. Hablo, por supuesto, de las relaciones políticas pues las económicas van, no ya bien, sino mejor que nunca. No sobra por ello comenzar recordando que, a lo largo de los años noventa, el flujo inversor en ambas direcciones ha sido tal que resulta ya imposible separar ambas economías. Las empresas europeas tienen más del 66% de sus activos en el extranjero en Estados Unidos, y sólo en Tejas hay más inversión europea que inversión americana en Japón. Incluso España, aunque tarde, se ha sumado a esta oleada inversora, que no deja de crecer (generando, por cierto, nuevas oportunidades de triangulación España-EE UU-América Latina).
La pregunta sobre las relaciones transatlánticas reenvía, como es obvio, a la OTAN
Lo que esta observación pone de manifiesto es que, guste o no, ambas sociedades tienden a ser una sola. Pues no sólo la economía, también la cultura, el cine, la música, la pintura, la literatura, la ciencia, la opinión pública, la moda, todo se extiende a ambos lados en un continuo que va de Budapest (o Kiev) a San Francisco. Y tranquiliza observar cómo algunos de los más vitriólicos críticos de ese país lo que más ansían es ganar un Oscar en Hollywood que, por cierto, no es la izquierda, ni siquiera allí. Cuando Bush salió reelegido se puso de moda afirmar que la sociedad americana se estaba derechizando. Pero tras los riots de la banlieu musulmana de París, la creciente ola de xenofobia y las elecciones que, aquí y allá (la última en Bélgica), exhiben triunfos de extrema derecha (de la de verdad; casi el 20% en Francia), cabe preguntarse quién se "derechiza" más. Al fin y al cabo en las próximas elecciones americanas es casi seguro que ganarán los demócratas.
Pero la pregunta sobre las relaciones transatlánticas reenvía, como es obvio, a la OTAN como mecanismo de seguridad construido en la posguerra para contener a la Unión Soviética. Y en ese terreno la respuesta es menos rotunda. La caída de la URSS hizo perder a la OTAN buena parte de su relevancia estratégica, también para los americanos. Y la guerra (y más aún la "posguerra") de Irak pasó como una apisonadora por el tejido de sobrentendidos que articulaban la política exterior de los países europeos, llevando la legitimidad de Estados Unidos a mínimos históricos. Pero Bush fue reelegido al igual que Blair, Chirac hace muchos meses que es más lame duck que los dos anteriores, y Merkel no es Schröder, de modo que la UE, y tras ella la OTAN, se recomponen de sus numerosas heridas.
Y ello porque Europa le empieza a ver las orejas al lobo del nuevo mundo: su dependencia energética es mayor que la de Estados Unidos, y Rusia puede ser tan chantajista con el gas como Venezuela con el petróleo; la inmigración, imprescindible dada nuestra decadente demografía, suscita más rechazos que esperanzas; el riesgo de nuevos ataques del terrorismo islámico sigue siendo mayor en Europa que en Estados Unidos, y el peligro de desestabilización islamista del norte de África (léase, por ejemplo, Marruecos) más bien crece que disminuye. Sumemos el frenazo (francés, por cierto) a la construcción europea y el neonacionalismo (económico y de otro tipo), y el resultado es que la Europa superpotencia, sin Constitución, Ejército ni política exterior, es, no ya una utopía, sino casi una pesadilla. Todo ello por no citar la inoperancia de la ONU, la emergencia de China como verdadera potencia alternativa (cuando menos preocupante), la nuclearización de Irán (que nos amenaza más que a ellos), y la de Corea del Norte (y las que siguen), que puede hacer estallar la No Proliferación en varias docenas de Estados nuclearizados, una demencial "destrucción mutua asegurada" multilateral (pero los americanos, al menos, tienen misiles antimisiles). Que la UE se haya implicado con decisión (algunos creen que con ligereza) en Líbano, es un signo importante de maduración. Como dijo Joschka Fisher, "bienvenida, Europa, al mundo real".
También España trata de enmendar errores y el desfile de la bandera americana el pasado día 12 es todo un símbolo. Dudo que Zapatero sea recibido en la Casa Blanca; son demasiados los desaires y para él mismo sería más una humillación que un triunfo. Pero jugar a los no-alineados podía admitirse cuando España carecía de intereses exteriores que defender; eran los tiempos de Suárez y de un aún inexperto Felipe González. Hoy buena parte del futuro de España está fuera de España, y es hora de que regresemos a lo que fue el consenso básico en nuestra política exterior, el que se consolidó tras la entrada en la OTAN con Calvo Sotelo en 1981, el referéndum de 1986 y la entrada en la CEE, ese mismo año (no por casualidad): europeísmo atlantista o atlantismo europeísta. Pues si Aznar pudo inclinar la balanza del lado americano, Zapatero ha jugado nada menos que a líder occidental del antiamericanismo, y eso es peor que una ingenuidad progre: es un error, del que ya se ha arrepentido. Es hora de que Europa (y España en primer lugar) dejen atrás el duro enjuiciamiento que nos hizo Octavio Paz hace años: "Lo único que une a Europa es su pasividad ante el destino... De ahí la fascinación que ejerce sobre sus multitudes el pacifismo, no como una doctrina revolucionaria, sino como una ideología negativa". Para concluir proféticamente: "(Ese pacifismo) es la otra cara del terrorismo: dos expresiones contrarias del mismo nihilismo". Pues la historia, ciertamente, no ha acabado, aunque Europa mire más al pasado y sus "memorias" que al futuro. Y en ese futuro, una alianza de democracias, una alianza de civilizados, cuyo núcleo duro sólo puede ser la OTAN, será el único mecanismo de aseguramiento colectivo de un mundo nuevo que emergerá con celeridad en las dos o tres próximas décadas, esperanzador para muchos miles de millones de personas, pero también inquietante, como siempre es la historia.
Emilio Lamo de Espinosa es catedrático de Sociología (UCM).
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