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Columna
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La miseria del politicismo

Puede que todos los premios Nobel de los últimos diez años hayan recaído sobre obras literarias de valor pero su máximo mérito ya no consiste tanto en la calidad de la literatura como en la naturaleza de su oportunidad política. Desde Dario Fo a Harold Pinter, desde Orhan Pamuk a Salman Rushdie, unos más u otros menos han destacado especialmente por comportarse como activistas políticos. A alguno de ellos casi lo matan y la gran mayoría son exiliados, han sufrido penalidades económicas o han debido practicar la clandestinidad, el circo o el ayuno. La última literatura premiada por el Nobel se nutre así de excelentes militantes aunque no siempre de artistas. O, como decía más o menos Borges: la Academia sueca lo que verdaderamente sabe es de bombas.

Puede que sepan de muchas otras cuestiones pero cada vez les importan menos. El arte en general pero la escritura en particular ha ido colonizándose políticamente hasta las heces y, por ejemplo, a los premios nacionales de ensayo en España, por buenas que sean las obras, nunca les falta una mísera aura de oportunismo político.

La gran mayoría de las veces este oportunismo no se relaciona con la intención de los autores o las autoras sino con la melosa alienación del jurado. Caballero Bonald no escribió Manual de infractores para complacer a nadie -sino lo contrario- pero quienes tienen presente la complacencia del poder olfatean inmediatamente un poemario que prorrumpió, en parte, contra la guerra de Irak, emblema zapatero. Efectivamente vale más Caballero Bonald que cualquier reconocimiento más, por alto que este sea, pero los jurados se juzgan a sí mismos a través del oportuno deber cumplido.

Prácticamente lo mismo valdría decir respecto a la molicie electiva que otorgó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil a Fernando Marías por hablar a los niños de la guerra civil (¿de la memoria histórica zapateril?) tras haber redactado antes una novela (Invasor) sobre la guerra de Irak. O del reciente caso de Celia Amorós que ganó anteayer el Nacional de Ensayo por una colección de artículos ya publicados pero referidos al feminismo, obsesión del presidente, la vicepresidenta y la paritariedad político-zapatista.

Cualquiera de los autores citados merece máximo respeto, histórico o actual, y el primero es un gigante. Los enanos pululan en los criterios que se emplean, tan perezosos, mezquinos o demediados. No se trata aquí propiamente de corrupción sino de insuficiencias. La corrupción cruza desde las inmobiliarias a los ayuntamientos, desde los consejos de administración a los departamentos de la justicia, pero aquí se filtra sólo el aroma general de la descomposición. La miseria del politicismo actúa como un gas, tóxico tanto para la imaginación como para el estímulo creativo. Especie de pelagra superficial que afecta, sin embargo, a las raíces del conocimiento y la alegría del pensamiento en sí.

La redundancia de las distinciones, el recurso a coronar a los inmortales, de simular el jubiloso descubrimiento de un consagrado o de elegir, por favor, a una mujer, convierte el panel en un cuadro tan desgastado como aburrido. Tan aburrido como la pobre atención que se brinda a la obra importante de por sí, fuera de las fáciles muletas que presta la obviedad de un eximio o el incuestionable marketing feminista.

De la Universidad a los ministerios del Cultura, de los premios internacionales a nuestros Premios Nacionales, el politicismo ha ido engullendo los demás factores de la ecuación. Habrá diferentes patrones pero hay un único Patrón. El Poder Político nunca tan devaluado moralmente pudo aspirar a más. O jamás el poder político se muestra tan intervencionista como cuando pierde legitimación intelectual: sus manotazos rompen o dañan cuanto toca en el intento agónico de recobrar el mando y su falta de autoridad estética convierte su tacto en mediocridad, su presencia en malestar y en tristes mundos los diversos espacios que visita.

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