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Cristianos, moros y un grupo de judíos con greñas

Vicente Molina Foix

Nadie ha pedido aún, que se sepa, la supresión de las fiestas de agosto en mi pueblo, que tienen como base muy singular la representación en el interior de la basílica de Santa María de la Festa d'Elx, más conocida como el Misterio de Elche. Este ya famoso drama sacro enteramente cantado, ópera anterior a todas las óperas, se desenvuelve entre melodías de sublime belleza y un aparato escénico que a menudo corta el aliento de los espectadores -no el de aquellos ilicitanos que bajan de la alta cúpula de la iglesia cantando por el aire durante muchos minutos-, y narra la muerte y asunción de la Virgen, al final de la obra coronada en mitad de su subida al cielo por el Padre Eterno.

Ahora bien, no vamos a ocultar aquí, en un momento en que las también alicantinas y valencianas fiestas de moros y cristianos están siendo escrutadas con tanto celo, que el Misteri contiene un episodio susceptible de incorrección religiosa respecto a otra de las grandes creencias que imperan en el mundo. Se trata del pasaje del segundo acto en el que, al disponerse los apóstoles a dar sepultura solemne al cuerpo de la Virgen María, irrumpe en el templo, en todo momento escenario del drama, un grupo de judíos encabezados por el Gran Rabino. Advertidos por el cántico de la ceremonia, y contrarios a lo que la motiva, avanzan dos de ellos por el llamado andador de la tramoya y se enfrentan, en una escena de acción trepidante, a san Pedro y san Juan, que esgrime como arma defensiva la palma dorada recibida de manos de la marededeu en su agonía. Siendo más numerosos, los hebreos consiguen desbordar a los apóstoles, llegando hasta el féretro de la Virgen, que pretenden llevarse con el fin de evitar que los cristianos proclamen después su resurrección. Un fulminante milagro paraliza las manos del cabecilla cuando está a punto de asir el cuerpo mariano, quedando de inmediato todos los judíos convertidos.

En mi infancia, y quizá todavía hoy, este episodio de lucha libre y conversión portentosa era el favorito de los niños, llevados numerosamente por las familias al templo sobre todo en la representación del 15 de agosto. Inesperada entre tanta liturgia y en lugar tan decoroso, es fácil de imaginar la pasión del público infantil por la tradicionalmente llamada joià (judiada), que deja traslucir, es evidente, un antiguo poso de maniqueísmo hasta hace no muchos años subrayado por el trazo caricaturesco de alguno de los judíos y en especial del más exaltado, aquél a quien María Virgen agarrota el brazo; durante décadas, el personaje lo interpretó un hombre entregado al Misteri y querido en la ciudad, el legendario Manolico el Obreret, y las greñas de pincho de su peluca constituían un motivo de especial atención y regocijo para los más pequeños de la parroquia. Los responsables del Misterio de Elche, dentro de un constante proceso de revisión de las partes musicales y escénicas de la obra, han cuidado también -sin que ninguna comunidad judaica lo reclamase- la caracterización teatral de los hebreos, que, aunque siguen representando el esquemático factor de discordia basada en una visión dogmática muy elemental, llevan ahora un vestuario elegante y digno, pelucas bien peinadas, y sufren, por así decirlo, una conversión menos farandulera.

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También últimamente se producen cambios en las celebraciones de moros y cristianos tan extendidas por todo el Levante español. En el mismo Elche desfilan en agosto estas comparsas, junto a cartagineses, fenicios y pobladores más antiguos, pero los moros y cristianos de mayor espectacularidad que yo conozca en mi provincia son los de Alcoi, Xixona y La Vila-Joiosa; en esta última, como en El Campello, los invasores norteafricanos llegan en barcas, lo que permite vistosas escaramuzas en la playa. Como refrenda la historia de España, los musulmanes son al fin de la contienda derrotados, lo cual, siguiendo las mejores leyes de la narrativa antimaniquea, no significa que los perdedores sean antes degradados o ridiculizados en el relato festivo. Los amigos vileros y alcoyanos que me invitaron más de una vez a sus fiestas patronales tenían la mayoría como gran orgullo pertenecer a las comparsas sarracenas, que-también en esto haciendo justicia a una verdad iconográfica- se adornan con más vivos colores, llevan turbantes y joyas de mayor lucimiento, enarbolan espadas de curva más atractiva y, en suma, parecen pasárselo mejor que los esforzados defensores cristianos (si bien los grandes puros habanos los fuman todos por igual mientras desfilan, otro hábito que no sabemos si está en trance de ser corregido).

La noticia más reciente a ese respecto ha sido la de que los pueblos de Beneixama (Alicante) y Boicarent (Valencia) han decidido suprimir de sus fiestas la traca final de un muñeco musulmán, que en Bocairent, donde se le conocía como la mahoma, era arrojado desde las almenas del castillo cristiano mientras la cabeza mahometana seguía estallando por efecto de los petardos. La medida me parece, por dos motivos, acertadísima, por mucho que algunos la interpreten como una cobarde dejación ante las crecientes presiones del fundamentalismo islámico.

El primer motivo es ético. Aunque algunos se nieguen a aceptarlo y prefieran, en la inercia de sus privilegios e ideas recibidas, cualquier época pasada, el curso del tiempo ha ido eliminando -casi siempre después de la protesta y hasta del sacrificio de las víctimas- aberraciones mantenidas durante siglos en las sociedades más avanzadas. ¿O acaso se ha olvidado ya que los negros del sur de los Estados Unidos no podían sentarse en los autobuses de los blancos ni bañarse en sus piscinas hasta hace unos años; que las mujeres españolas empezaron a ser consideradas sujetos de razón política sólo en la tercera década del siglo XX, o que la humillación social y burla de los homosexuales era un deporte de muchas naciones, éste aún no del todo erradicado?

La revisión conceptual y legal de las costumbres y principios en nombre de los cuales se ha avasallado, escarnecido y desfigurado groseramente a negros, judíos, árabes u homosexuales (por no hablar de los animales maltratados hasta la muerte en romerías o festejos), es una de las ganancias mayores de nuestra moderna civilización, lo cual, sin embargo, no significa que esas nuevas normas y temperamentos aconsejen desterrar de los teatros El judío de Malta, de Marlowe, quemar los negativos de las fantasías orientalistas del Hollywood clásico ni borrar los cuadros de los grandes maestros antiguos en los que el retrato del otro revela un cierto desdén étnico. Situado en su contexto, ese desenfoque o falsedad habrá de verse como error de un pasado ignorante, y nunca como ofensa actual el hecho de que la pintura siga en un museo y el drama en un escenario.

Pero hay un segundo motivo puramente estético que muchas veces resulta el más ofensivo. Leyendo, por ejemplo, El mercader de Venecia se advierte, junto a ciertos clichés racistas vigentes en su época, el conmovido entendimiento humano que Shakespeare tiene del prestamista Shylock. Lo injuriosamente antisemita ha sido el modo grosero y distorsionado en que, casi hasta ayer mismo, se representaba al judío; Ortega y Gasset, después de asistir en 1910 a una función del drama dada en el Teatro Lara por la prestigiosa compañía italiana de Novelli, se queja de que incluso tan eximio actor convierta a Shylock en una "figura pintoresca", desprovisto del "dolor milenario" que le confería Shakespeare. El figurón como usurpador del carácter.

Confiemos en que Gran Bretaña nunca prohíba las hogueras y ritos infantiles (con juguetona quema de efigies) que cada 5 de noviembre recuerdan al conspirador católico Guy Fawkes, ejecutado a principios del siglo XVII en momentos de gran histeria anti-papista, ni el Misteri de Elche tenga que eliminar de la acción dramática a sus judíos desafectos. Pero van a venir más tiempos de resistencia difícil y peligrosa al terrorismo de la queja. A veces, ya lo estamos viendo, el posible blanco del ataque se anticipa medrosamente a amenazas no-formuladas. En otras ocasiones, la suspensión de lo hiriente, lo vejatorio y lo estereotipado es un mínimo precio voluntario para equilibrar las cuentas sociales. Unas cuentas que a menudo se remontan a un pasado culpable del que los herederos no tenemos porqué hacernos cómplices. Ese pasado que los nuestros construyeron con sus miradas sesgadas, sus siervos, colonos y mujeres interesadamente caricaturizados, su propia y violenta cruzada religiosa, su general prepotencia primermundista.

Y ahora llega el presente a sorprendernos en casa con la visita, no prevista en el guión, de unas antiguas víctimas que -fanática y vengativamente unos, con pacífica necesidad los otros- piden ser coprotagonistas de la obra sin llevar los postizos del fantoche.

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