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MIRADOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¡Ataca, ataca!

Como si se tratara de una pelea boxística, una niña de diez años chillaba el pasado junio con deleite a dos de sus compañeros: "Ataca, ataca, dale collejas". Un tercero filmaba la escena en el interior del aula durante un recreo. La víctima era otro alumno, buen estudiante y sujeto desde hacía tiempo a burlas y motes. El lugar era un colegio de pago de una lujosa urbanización madrileña. El padre del agredido interpuso una denuncia contra los agresores, que fue archivada por ser éstos menores, y preparaba otra contra el centro y su director. Éste, a su vez, presentó otra contra el padre por obtener el vídeo coaccionando a uno de los atacantes, que fueron sancionados. La familia del acosado aseguró que se había quejado anteriormente a la dirección por el trato que recibía su hijo.

En un mundo como el actual donde existe un creciente déficit de valores éticos y no faltan precisamente episodios de violencia, los niños imitan lo que hacen los adultos. El acoso escolar es un fenómeno que crece de modo preocupante en España. Algunos recientes estudios tal vez hayan descrito un sombrío panorama exagerado. En cualquier caso, el problema del matonismo está bien presente. Hace dos años, causó gran conmoción el suicidio de un adolescente vasco al que sus compañeros le sometían a humillaciones y palizas sin que la dirección del instituto tomara cartas en el asunto. Es verdad que la crueldad infantil siempre existió, pero no por ello hay que asumir como un episodio aislado el linchamiento grabado en vídeo de un niño. Además de castigar a quien lo hace y a los educadores que se inhiben, hay que reflexionar sobre por qué estos gestos son cada vez más recurrentes.

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