Contra la sinrazón
Estuve en la exposición que el Museo de Arte y Costumbres Populares dedica estos días en Sevilla a los carteles republicanos de nuestra Guerra Civil y fui víctima, como los amantes y los condenados a muerte, de emociones contradictorias. En primer lugar me fastidió la soledad: paseé en silencio por la sala de aquel edificio que imita el palacio de un sátrapa persa sin que otros zapatos replicaran al eco de mis suelas sobre el mármol, y lamenté que la memoria cuente con tan escasos adeptos. Luego, lentamente, mientras me detenía frente a aquella publicidad de planes agrarios que nunca colmaron sus objetivos y de la instrucción pública ofrecida a los campesinos, fue llenándome la nostalgia, que a veces, pegajosa y caliente, se parece al caramelo derretido. Circular ante aquellas proclamas caducadas, escuchar aquellas promesas que no habían tenido oportunidad de cumplirse, me recordó a mis paseos por los cementerios de Europa, donde me gusta examinar las tumbas de los niños: y el mismo aroma a futuro descompuesto, a rodillas que no pudieron vestir los pantalones largos, me hicieron pensar en los hijos que no viven lo suficiente para demostrar a sus mayores que de una infancia difícil también nacen hombres sanos y cabales. Nuestra república duró ocho breves y penosos años: no alcanzó la edad necesaria para comenzar a ovular.
El revisionismo y las ecuaciones tendenciosas de ciertos politólogos nos han acostumbrado a una comparación que no dejo de encontrar sorprendente: la que iguala todas las ideologías del siglo pasado sin reparar en sus colores y coloca en la misma balanza la vesania de Hitler, los desmanes nacionalistas y el socialismo. Más de cincuenta años de Guerra Fría y la zapa constante de los rastrillos de la CIA han pretendido convencernos de que lo que sucedía al otro lado del muro de Berlín toleraba sin chirriar la comparación con los campos de exterminio donde una estrella amarilla equivalía a veneno en los pulmones; de que la utopía que amparaba la búsqueda de una raza impoluta y la que auspició la abolición de las clases pertenecían a la misma camada; de que pretender el igualitarismo resulta un pecado no menos infernal que instaurar un mundo gobernado por superhombres de ojos azules. Como todas las afirmaciones tajantes y las comparaciones simplificadas, ésta obvia la complejidad de las cosas y las despoja de matices. Estoy de acuerdo en conculcar el gulag y las noches del estalinismo, en que la disensión conducía también a la tapia del cementerio y a los fusiles en la madrugada; nadie con dos dedos de frente alabará el modelo social y político que, en la antigua URSS y los países de su órbita, colocó en la cúspide a una casta de funcionarios corruptos que amordazaban a sus ciudadanos con bozales de hierro: pero de ahí a afirmar que las llamas que hicieron arder el Palacio de Invierno y aquellas otras que redujeron a cenizas el Reichstag emitían las mismas sombras hay un paso en falso. Paseando por esta exposición de Sevilla, uno aprende que a pesar de lo que insistan en asegurar algunos tertulianos radiofónicos los bandos que pelearon en nuestra Guerra Civil no eran idénticos y que las razones por las que empuñaron las ametralladoras no toleran que se los coloque en la misma balda de la estantería. Los eslóganes pueden engañar, pero no el espíritu que los dicta: donde en un lado leemos unidad, grandeza y libertad (sic), hallamos en el otro educación para todo el mundo sin distinciones de clase, donde allí se recurre a la biblia aquí se incita a aprender a leer, quienes invocan el respeto a la tradición son contestados por el derecho del trabajador a poseer la tierra. El socialismo, en su plasmación histórica, traducido en hechos por unos hombres que, igual que todos los demás, pudieron no ser buenos ni sabios, no invalida en absoluto un ideal de vida igualitaria y digna para todos los miembros de la sociedad, más allá de que se vistan de terciopelo o de harapos. Y a esos que quieren convencernos de que la República no fue mejor que las tinieblas que la sucedieron, habría que responderles con las letras rotundas de estos carteles: la lectura, que fortalece los cerebros, es el arma más eficaz contra la sinrazón
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