Esp-ugal o Portu-paña
Los papeles han dicho recientemente que un 28% de portugueses son partidarios de la unión con España. Ese sentimiento se conoce como iberismo, y aunque algún seguimiento ha tenido en esta parte de la Península, son nuestros vecinos, la provincia más occidental de Europa, los inventores y sostenedores de algo que pudo ser y no fue.
Pero, al mismo tiempo que existía en Portugal, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX, una facción minoritaria, pero intelectualmente muy ilustre, que defendía esa reunión peninsular, el sentimiento nacional portugués, se construía muy mayoritariamente como lo-que-no-es-España; en la negación de cualquier concupiscencia ibérica. Un longevo ministro de Exteriores del aún más longevo dictador Oliveira Salazar, decía que Portugal tenía que aferrarse a sus colonias africanas porque, si no, desaparecería absorbida por España. Por eso, quizá, pelearon los portugueses por ellas más tiempo que ningún otro ex imperio europeo, para tener que abandonarlas en 1975.
La obra posiblemente más ilustre de ese iberismo fue la publicación, en 1879, de la Historia de la Colonización Ibérica, de Joaquim Pedro Oliveira Martins, en la que el autor abunda en declaraciones como "las dos naciones españolas" -es decir, que no duda que Portugal es una nación- y "nosotros los españoles", sin que, por supuesto, eso le quite a sus connacionales todo lo que de portugueses tienen. Y, por lo menos, desde el punto de vista de la terminología histórica, razón no le faltaba puesto que la Hispania romana estaba inicialmente dividida en tres provincias: la Bética -Andalucía y algo más-, la Lusitania -casi exactamente Portugal- y la Tarraconense, que era el resto, País Vasco y Cataluña incluidos.
En España, en cambio, el iberismo -del que el último avatar literario es La balsa de piedra de José Saramago- nunca causó gran emoción. El periodista Sixto Cámara -uno de los regeneracionistas de fin del XIX-; el federalista republicano Pi Margall, y el poeta romántico Espronceda están entre los que sintieron transportes de iberismo, pero probablemente porque sabían que no había ningún riesgo de que sus deseos cobraran realidad.
Efectivamente, después de que Felipe III tuviera que optar en 1640 por pelear para mantener Cataluña o Portugal dentro de la monarquía hispánica, porque las dos a la vez era muy difícil, y se decantó por los territorios de la Corona de Aragón, España ha preferido vivir un largo sueño de espaldas a Portugal, del que sólo la democracia ha comenzado hoy a despertarla.
No en vano. Portugal era el reino que al cabo de 60 años de unión dinástica había logrado sustraerse a la autoridad de Castilla, y un conocimiento demasiado íntimo de un hecho tan próximo, pero también tan diferencial, podía dar ideas a la otra periferia peninsular. No había que echar leña a un fuego que pronto se llamaría nacionalista.
Y, si es dudoso que ese 28% de lusitanos quieran realmente recuperar la nacionalidad española, como lo es que el tercio de los vascos, según dicen tantas encuestas, quieran perderla - porque una cosa es predicar y otra dar trigo- lo que parece más que seguro es que ese sentimiento tiene poco o ningún eco en España. La unión con Portugal, a nada que se piense, no traería más que problemas.
A la España de la que Ortega decía que sólo le cabía conllevarse, nada más faltaría que se le añadieran nuevos condimentos. El vídeo catalán, el de aquellos que fingen que lo único que quieren son selecciones deportivas propias, sin que eso tenga porque afectar la capacidad de competir internacionalmente de España, se convertiría en pura taifa. ¿Porque quién podría discutir el derecho portugués de competir por separado? Lo plural de España crecería tanto que cabría dudar hasta de que hubiera alguna vez habido un singular. Y, aparte de eso, los españoles que en las últimas décadas han tenido un ataque de riqueza, están dispuestos a todo menos a aceptar cualquier disminución en su nivel de renta. La solidaridad es cosa de las ONG.
Las fronteras de Europa occidental, de las naciones fundadoras de Europa, ingleses, franceses y españoles, como escribió Salvador de Madariaga, había que inventarlas no más allá del siglo XV. Ahora es mejor no tocarlas.
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