Miradas cruzadas
En este país vivimos en varios siglos y al mismo tiempo", recordaba la escritora Arundhati Roy en una entrevista. Es el país donde no hay principio ni fin, "un país viejo intentando vivir en uno reciente". Eso produce angustia. La India es un universo dentro de otro universo, una civilización milenaria que ha sobrevivido en el tiempo manteniendo la complejidad en sus formas, pensamiento y tradiciones mientras otras han ido desapareciendo, pero ahora el impacto de la globalización es una herida abierta. Se transmite por las arterias de decenas de canales de televisión que llegan a 70 millones de hogares; por una red de prensa escrita protegida por el Estado que se incrusta en todas partes y por la mayor industria cinematográfica del mundo, Bollywood, que mete diariamente a 14 millones de indios en los cines.
La India tiene una gran capacidad integradora donde Occidente suele crear categorías
Desde fuera todo es desmedido, abrumador, una gigantesca maquinaria a la que le chirrían los goznes pero que, contra todo pronóstico, consigue mantenerse en funcionamiento. Parte de los retos que habrá de asumir en un futuro próximo se desprenden de una batería de indicadores muy significativos: su sociedad está dividida en 6.400 castas y jatis (comunidades sociales) que hablan 18 idiomas principales y 1.600 lenguas y dialectos; el 70% de su población tiene menos de 35 años y la tasa de crecimiento de su economía -la cuarta del mundo- es de un 7%. El país es ya uno de los líderes en sectores como el informático, telemático y nuclear, pero frente a estos logros surgidos de una cultura urbana desarrollada, el 60% de la fuerza laboral es campesina, lo que rompe el equilibrio entre el campo y la ciudad. Todavía no existe una cultura de espacio público desarrollada por un sistema impositivo, lo que dificulta la integración de las clases más desfavorecidas. El hecho de que el dinero negro mueve hoy entre el 10% y el 45% de la economía da una idea de la situación.
Ésta es parte de la realidad en esa ficción que a menudo busca el viajero occidental. Porque siempre hay en la expectativa del viaje un impulso onírico por encontrar la pureza de lo exótico al margen de la contaminación del progreso. Es como coleccionar cápsulas de pasado en un paisaje contemporáneo. En la India ese deseo es legítimo porque su cultura tradicional es apasionante y el viajero se encuentra sometido a tal cantidad de estímulos contradictorios que difícilmente le deja incólume. Hoy como ayer el viaje a la India es una experiencia vital. En parte porque su filosofía heredada de los Vedas está apoyada en un concepto circular de la existencia y una trayectoria cíclica frente a nuestra fe en una explicación de la existencia lineal que produce un progreso acumulativo. Además "en la tradición hindú", explica la profesora Pratima Bowes autora de Entre dos culturas, "nunca se ha dado una excesiva preocupación por la coherencia y se permiten todo tipo de opiniones como diferentes modos de ver la misma cosa". Capacidad integradora donde Occidente crea categorías excluyentes.
El momento actual es, sin embargo, el del cruce de miradas. Somos observados en mayor medida que les observamos a ellos y además ahora nos está llegando el examen de sí mismos. Hasta mitad del siglo XX nuestra percepción pudo ser altiva. En cierto sentido era una mirada desde el imperio, como la de Paul Scott, E. M. Forster y sobre todo Rudyard Kipling. Edward Said compuso en Orientalismo un texto iluminador para situar y comprender aquella narrativa de género. Pero hubo otros testimonios: algunos fugaces como el viaje de Mark Twain y, por el contrario, experiencias de inmersión absoluta como la que protagonizó el pionero de la antropología india Verrier Elwin o Mircea Eliade, al que debemos cierta popularización de algunas de las facetas de la indología.
Pero muchos de los despropó-
sitos en la imaginería, o el sistema de ficciones con que se intentó traducir una de las culturas más complejas del mundo, fue la que protagonizó la generación beat de los sesenta. Los testimonios y experiencias son tan abundantes que arrojan una bibliografía abrumadora. Con un estilo que quedó algo varado en el ensayo puntillista y pop de los setenta, la escritora india Gita Mehta ofrece en Karma Cola un desenfadado retrato de aquel éxodo de turismo espiritual visto desde el otro lado, incluso del de los mercaderes improvisados comerciando con ideas envasadas. El viaje a la India se convirtió en la segunda mitad del siglo XX casi en un equivalente al viaje de iniciación que emprendían algunos caballeros durante el Grand Tour del XIX. Artistas como Passolini, escritores como Octavio Paz, que fue diplomático en Bombay, Antonio Tabucchi o V. S. Naipaul en busca de sus orígenes, escribieron su experiencia. El relato de viajes ha dejado muchos nombres como los de Norman Lewis, Mark Tully, William Dalrymple o Mark Shand, entre otros.
Quizás la novedad sea la irrupción en nuestro mercado literario de voces indias como Tahir Shah, Suketu Mehta o Panjah Mistra recorriendo su país con una mirada distanciada y crítica. Todos ellos miran con lupa a la nueva clase media emergente para pedirle cuentas, conscientes de que los grandes desafíos se resumen en pocas palabras: ¿podrá mantener la India suficiente personalidad propia como para preservar la diferencia en un mundo globalizado?
Pilar Rubio es periodista experta en la India y responsable de la librería de viajes Altaïr.
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