Animalización
José María Aznar ha sido muy criticado al exigir a los árabes que le pidan perdón por haber invadido España hace 13 siglos. Parece que su paciencia histórica no se siente recompensada por el servicio que los moros de Franco prestaron en 1936 a los valores esenciales del catolicismo patrio. Es un disparate que en una tribuna universitaria alguien sea capaz de explicar así, apoyándose en los destinos y las raíces inmutables, el paso de las civilizaciones. Escribo ahora en Granada, muy cerca de la Alhambra y de la Capilla Real. Necesitaría un esfuerzo grande de primitivismo intelectual para definirme en el siglo XXI como descendiente puro de una estirpe. Muchas de las páginas más brillantes de la cultura clásica occidental, fueron escritas en lo que hoy llamamos África y llegaron al cristianismo a través de pensadores árabes, que vivieron en lo que hoy llamamos Europa. Hay que falsear mucho la historia para confundir los siglos en una empanadilla belicosa. Sin embargo, no creo que las críticas a las lecciones del ex presidente Aznar hayan puesto el dedo en la llaga de la política contemporánea. Las opiniones vertidas sobre el islam en las últimas semanas por el Papa, Bush y Aznar no son simples errores. Además de decir lo que piensan, están practicando una de las pocas tradiciones culturales que han permanecido casi inalterables a lo largo de los siglos: la animalización del otro, la conversión en fiera peligrosa de quien no pertenece a nuestra cultura. El cristianismo medieval dudó poco a la hora de otorgar la condición animal a las mujeres, los judíos y los moros. La responsabilidad que significa sentirse hermano de los demás, obligándonos a amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos, queda muy rebajada cuando los demás se transforman en fieras. Las posibles ofensas al islam de la ópera Idomeneo son una broma si comparamos la decapitación de Mahoma con el tratamiento que el Profeta recibe en la Divina comedia de Dante. Aceptar cualquier tipo de censura ante el temor de que alguien pueda sentirse ofendido en sus creencias, supondría renunciar no sólo a la libertad, sino a la totalidad de la literatura y del arte.
Las inclinaciones a la animalización tampoco han estado ausentes en el mundo terrenal de la burguesía. Cuando la Revolución Francesa levantó las banderas de la libertad, la igualdad y la fraternidad, negó por lógica la condición humana a todos los individuos que se quedaban al margen de sus banderas. Tampoco faltan textos literarios o políticos para ejemplificar el tratamiento animal de los enemigos de la Revolución. Las fieras no provocan mala conciencia, no tienen derechos, no están invitadas al reparto, no merecen amparo. Y eso es lo que está ocurriendo, de forma acelerada, hoy mismo, cuando la disolución económica de las fronteras nacionales y la globalización informativa evidencian las verdaderas dimensiones de la palabra nosotros. Ninguna fraternidad religiosa o democrática puede resistir el espectáculo humillante de un mundo desigual y desesperado. Por eso necesitamos convertir en fieras, con urgencia teórica y práctica, a una parte de los ciudadanos de la globalización. Si no lo hiciéramos, si no fomentásemos el fundamentalismo islámico, si no ayudásemos a borrar la existencia de los árabes laicos, deberíamos reconocerles derechos económicos y sociales. El desarrollo industrial de las naciones pobres exige sacrificios importantes en los países ricos, porque el recalentamiento del planeta está ya al borde de la catástrofe. Nadie está dispuesto a detener su progreso económico para facilitar el del prójimo. Así que es mejor tratar con fieras, en vez de asumir las complejidades de la democracia. No se trata de renunciar a nuestros valores para no ofender la intolerancia ajena, ni de convertir en metáfora del bien a las otras civilizaciones. Sólo necesitamos entender que los disparates de José María Aznar o del Papa no quedan en el fondo tan lejos de la firmeza sensata de algunas políticas europeas ante la inmigración.
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