Transgresión y narcisismo
Al indagar sobre la naturaleza del arte, Aristóteles subraya una singular paradoja: la representación del más repugnante de los insectos puede provocar un goce estético tan intenso como la de la más sublime de las criaturas. La explicación se encuentra, según el filósofo, en que las leyes que rigen en la vida no son las mismas que rigen en el arte.
Más allá de las explicaciones que, desde entonces, ha venido ofreciendo a esta paradoja la disciplina de la estética, lo cierto es que la pretensión de someter el arte a las leyes de la vida ha procedido tanto de los diversos poderes, religiosos o civiles, como de los propios artistas. Uno de los signos más característicos de los sistemas totalitarios ha sido siempre el de fijar los criterios para separar el buen arte del mediocre, el arte nacional del contaminado y, en resumidas cuentas, el arte que contribuye a la causa obligatoria del que la pone en entredicho. Con frecuencia, los argumentos de este género suelen llevar a la evocación de Hitler y de Stalin, y de sus consideraciones sobre el arte degenerado. Pero se suele olvidar que, por ejemplo, gran parte de la pintura y la literatura española del llamado Siglo de Oro, quizá la más valiosa, era resultado del cauteloso pero abierto desafío a una imposición inquisitorial tan asfixiante como la que vivieron los artistas bajo los regímenes nazi y comunista. O que autores como Flaubert fueron juzgados en nombre de una moralidad y unas costumbres que, en última instancia, definían los mismos poderes que ejercían de tribunal. Es decir, que la voracidad de la ortodoxia, de cualquier ortodoxia, hacia las criaturas de la imaginación no es cosa de hoy, y quienes condenan una obra por lo que se dice o no se dice en ella, por lo que se representa o no se representa sobre un lienzo, un escenario o unas páginas, tienen una larga tradición en la que contemplarse.
Pero sucede, sin embargo, que también los artistas reclaman en ocasiones que sus obras no sean valoradas en función de las leyes del arte, sino en función de las leyes de la vida, por seguir empleando la distinción procedente de Aristóteles. Sobre este presupuesto reposan las diversas variantes del compromiso, una noción que abarca una actitud mucho más vasta que la simple opción o afirmación política. Desde esta perspectiva, el arte que se propone ensalzar los buenos sentimientos, o los valores de uno u otro credo, de una u otra doctrina, de una u otra nación, es tan comprometido como el que, en su día, pretendió contribuir, ni más ni menos, que al triunfo universal del proletariado. Más que el valor estético de las obras, importa su eficacia para transformar el mundo en el sentido que desea el artista. El arte se convierte entonces en un instrumento entre otros instrumentos de combate, y la condición del artista coincide con la del militante, que defiende al poder, si está en manos de los suyos, o que lo desafía, si está en las de sus adversarios.
La provocación, la transgresión, se han situado con frecuencia en la órbita del arte comprometido. Por esta razón, además de compartir los riesgos estéticos que se han cernido sobre los creadores imbuidos por el propósito de transformar el mundo, los artistas que se dejan seducir por una simple, casi frívola, voluntad de provocar y de transgredir, añaden un nuevo riesgo: el de afianzar las leyes de la vida contra las que, en apariencia, se rebelan. No destruyen los tópicos, sino que los confirman. No marchan a contracorriente, sino a favor de la opinión mayoritaria. Su único mérito consiste en haber puesto su nombre al pie de unas ideas de las que todos o casi todos participan, y de ahí que sus creaciones no sean muchas veces una manifestación de valentía o lucidez, sino una encubierta expresión de narcisismo.
En virtud de las leyes de la vida de las que hablaba Aristóteles, hay que defender la libertad de estos artistas, porque, además de suya, es la de todos. En virtud de las leyes del arte, basta con un sonoro abucheo.
Babelia
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