_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Democracia y violencia en Oriente Próximo

La última tragedia de Oriente Próximo, ocurrida este verano, pide a gritos una solución duradera. Hemos visto cómo se desarrollaba ante nuestros propios ojos un drama desgarrador cuando Israel, ante la provocación indebida de una facción libanesa, Hezbolá, emprendió represalias contra su agresor, el "Partido de Dios". Pero las bombas cayeron también sobre la población civil, las infraestructuras y las economías de dos democracias, Israel y Líbano. Aunque esta segunda es un caso especial -fragmentada en comunidades, inestable, con una soberanía limitada desde dentro por Hezbolá y desde fuera por Siria-, son democracias, algo muy escaso en Oriente Próximo.

En vez de resolver las cosas, la violencia alimenta a las fuerzas extremistas en el mundo árabe y otros lugares. La democracia debe ser un antídoto contra la violencia. El imperio de la ley, el respeto al individuo y la existencia de instituciones legítimas que permitan la alternancia y la resolución negociada de los conflictos son elementos que permiten abordar los problemas sin recurrir a la violencia.

Pero no se puede esperar que unos regímenes despóticos y autoritarios se transformen en democracias de manera espontánea. Ni podemos esperar que se extiendan las ondas beneficiosas de la democracia a toda una región después de un primer impacto limitado.

La dictadura de Sadam Husein ha caído. En Irak se han introducido algunas prácticas democráticas, entre ellas la celebración de elecciones libres, el pluralismo, la reforma constitucional y el fin de la opresión de la mayoría a manos de una minoría. Pero el país está inmerso en una violencia brutal. El Estado y la sociedad han dejado paso a un mosaico confuso, étnico, confesional y de clanes, en el que a la democracia le será muy difícil estabilizarse. La región, en general, está viviendo un aumento de las tensiones en respuesta a la presencia extranjera y las presiones reformistas de Estados Unidos.

Así, pues, nos enfrentamos a un dilema. No hacer nada significa resignarnos a perpetuar unos regímenes brutales e impopulares que no se ocupan de satisfacer las necesidades de su pueblo, e intervenir por la fuerza desde fuera corre el riesgo de desencadenar más violencia.

¿Es posible evitar estos callejones sin salida? Debemos intentarlo, siempre que abandonemos la actitud de cruzada, tengamos en cuenta la realidad de las sociedades árabes y reconozcamos que la evolución hacia la democracia necesita tiempo. Debemos hacer que nuestras acciones en el ámbito internacional y, sobre todo, en Oriente Próximo, coincidan con nuestras palabras, y recurrir al diálogo (con líderes cívicos de los países árabes) y a la presión (sobre los regímenes) en vez de la fuerza.

Como es natural, debemos combatir el terrorismo con la máxima determinación, mediante las fuerzas del orden, los servicios de inteligencia y el Ejército. Pero, como nos recordaron durante la Cumbre de Madrid sobre Terrorismo, Democracia y Seguridad, debemos afrontar este desafío con el debido respeto al imperio de la ley, que es el privilegio y la limitación de la democracia.

En nuestras relaciones con Estados autoritarios tenemos que mantenernos firmes en nuestros valores y principios. Del mismo modo que no podemos alimentar la fantasía del cambio por la fuerza, no debemos aceptar con pasividad el comportamiento no democrático. Por el contrario, tenemos que ejercer unas presiones reales para que se produzcan reformas democráticas y pacíficas. Aunque es evidente que debemos abstenernos de intervenciones militares como la de Irak, no podemos reprochar a Estados Unidos su militancia en favor de la democracia cuando, en el pasado, hemos criticado su apoyo a dictaduras.

Tampoco pueden sorprendernos las paradojas de nuestra democracia. Con unos regímenes autoritarios desacreditados y dada la debilidad de las fuerzas democráticas, unas elecciones libres pueden otorgar la victoria -como se ha visto en Palestina y Líbano- a partidos religiosos del estilo de los Hermanos Musulmanes. Nuestra obligación es instarles a que abandonen la violencia,acepten el pluralismo y la alternancia y se integren poco a poco en el terreno democrático y político, del mismo modo que lo hicieron los partidos demócrata-cristianos en Europa.

En el sombrío clima político del mundo árabe, tenemos que fomentar todo lo que facilite una opción distinta a la dictadura y el fundamentalismo. Pero no sirve de nada imponer la democracia por la fuerza; es fundamental creer enérgicamente en el poder de la democracia por sí sola. Las soluciones democráticas surgirán de las propias sociedades árabes, pero tenemos que explorar el camino a la democracia en colaboración con ellas, mediante relaciones bilaterales pero también a través de la Unión Europea, porque ello nos permitirá evitar conflictos de intereses bilaterales o nacionales.

Lo primero debe ser la defensa de los derechos humanos. Debemos apoyar a los activistas de los derechos humanos, fomentar la igualdad de la mujer, intensificar la acción de nuestros representantes diplomáticos y pensar en la posibilidad de condicionar la ayuda económica (aunque es preciso mantener la ayuda a los palestinos). El modelo europeo de unidad, diversidad y resolución pacífica de los conflictos -los principios en los que se basan los tratados firmados por la Unión Europea- es atractivo para el mundo árabe. Hay que proponerlo, no con ánimo de dominar sino con una preocupación por el diálogo. Los Estados europeos y el Parlamento Europeo tienen que ejercer su responsabilidad en este aspecto.

Otros actores indispensables son nuestros partidos políticos, que pueden impulsar una reforma positiva, denunciar situaciones inaceptables, señalar las agresiones y analizar los obstáculos que se presenten en el camino. Las organizaciones no gubernamentales, especialmente las que actúan en el campo de los derechos humanos, desempeñan un papel importante, y es preciso ayudarlas. Las entidades locales pueden promover programas de intercambio y una cooperación descentralizada. Por último, los dirigentes islámicos europeos deben asegurarse de que sus homólogos en los países árabes escuchen a los musulmanes en sociedades laicas y no confesionales.

Si queremos impulsar la democracia y disminuir la violencia en el mundo árabe será crucial avanzar en dos ámbitos. El primero es el económico. Los países árabes tienen desigual fortuna en cuestión de demografía y recursos petrolíferos. Debemos trabajar con ellos para afrontar el reto de un desarrollo equitativo. El segundo ámbito es político, y es tan fundamental como actual: el conflicto entre Israel y los palestinos, entre Israel y los países árabes. Hace 60 años que este conflicto representa un lastre para dos pueblos, para la región y para el mundo.

Para cambiar la situación, es preciso romper con tres elementos del pasado.

Los palestinos deben renunciar al terrorismo y la violencia armada y tener en cuenta que la proclamación de una lucha exclusivamente política y de carácter pacífico les otorgaría una fuerza y una credibilidad irresistibles.

Los israelíes deben abandonar la lógica del statu quo y ofrecer a los palestinos una verdadera solución política, un Estado palestino soberano, viable, libre de asentamientos israelíes, abierto a cierto número de refugiados y que incluya una parte de Jerusalén.

La comunidad internacional tiene que decidir que ha llegado el momento de hallar una solución justa a la cuestión palestina y actuar en consecuencia. Esta postura tendría un efecto muy positivo sobre la opinión pública árabe, disiparía la hostilidad hacia Occidente, contribuiría a aislar a los fanáticos y permitiría -obligaría- a los países árabes a centrarse en construir sociedades y Estados democráticos.

El reto del diálogo y la cooperación democrática entre el mundo árabe y Occidente reside en desmantelar el nacionalismo, el tradicionalismo y el fanatismo religioso, reducir la miseria y la frustración, por un lado, y el deseo de poder y control y el espíritu de cruzada, por otro. Entonces, libre ya de represiones y desvíos, la revuelta de los ciudadanos de Oriente Próximo contra sus condiciones de vida se reafirmaría en la exigencia de democracia.

Lionel Jospin es miembro del Club de Madrid y fue primer ministro de Francia. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_