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Tribuna:
Tribuna
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¿Qué le pasa a la derecha?

I. El radical discurso en el que se ha introducido la derecha española es digno de ser examinado. No se trata tanto de las posiciones del PP en su enfrentamiento sistemático con la labor del Gobierno, lo que podrá resultar exagerado pero acorde con el normal funcionamiento de la democracia. Al poder hay que controlarlo, hay que encararlo con alternativas preferibles y hay que apoyarlo cuando los intereses básicos de la nación lo demandan. Lo inquietante es que el PP no siempre se está moviendo dentro de estos parámetros razonables sino que, en ocasiones, cruza las líneas rojas de lo que resulta inaceptable en la labor de control, pues quiebra la dialéctica Gobierno-oposición para saltar a una negación de la legitimidad del contrario que, en pura lógica, sólo conduciría a la eliminación del oponente. Cuando el sector dominante de la derecha insiste en que el Ejecutivo oculta la verdad sobre el 11-M, no está denunciando una falta de diligencia investigadora sino llevando al ánimo de la ciudadanía que la razón de ese encubrimiento obedece a que las elecciones del 14-M se ganaron con malas artes, despojando de validez moral el resultado que llevó al PSOE al Gobierno.

En un tema tan delicado como el proceso del fin de ETA significa romper la baraja cuando se afirma que el presidente se ha rendido a la banda y que coinciden ambos en sus políticas. Cuando en un asunto que afecta a nuestra convivencia, como es el de la reforma de los Estatutos, se lanza una campaña sistemática bajo el eslogan "España se rompe", no se está criticando unas u otras mudanzas estatutarias sino planteando un resultado que, de ser cierto, conduciría al choque civil. En estos ejemplos se resumen no sólo las supuestas ilegalidades del Gobierno sino la descalificación completa de unas instituciones democráticas que estarían permitiendo tamaños desafueros.

II. Ahora bien, para comprender el porqué de estos extremismos quizá sea útil explorar lo que ha ocurrido con la derecha desde la transición para acá. No ofrece muchas dudas el hecho de que la derecha española, salvo minoritarias excepciones, apoyó la dictadura del general Franco, como antes sostuvo la de Primo de Rivera y, entre medias, combatió a la II República. En España, a diferencia de otros países europeos, no ha habido una sólida derecha democrática, inmune a las dictaduras, hasta el proceso de la transición y con limitaciones. En la UCD, de Adolfo Suárez, cupieron varias corrientes: liberales, socialdemócratas, cristianodemócratas, "azules" reconvertidos, es decir, un partido coalición que representaba a un centro-derecha de amplio espectro y brillante futuro si la derecha española hubiese tenido otra tradición ideológica y otra base social. No conviene olvidar que una parte sustantiva de la derecha no se integró en la UCD sino que, siguiendo a Fraga y a los "siete magníficos" ministros de Franco, se agrupó en torno a Alianza Popular. Una alianza que si bien obtuvo un magro resultado en las elecciones de 1977 representaba mejor a esa derecha que los centristas de la UCD, como se vio poco después, al precio de perder votos. Lo cierto es que la implosión de la UCD (cuya historia está por contar), con empujones desde fuera, no dio como resultado otro partido de centro -el intento de Suárez con el CDS fue flor de un día-, sino la AP de Fraga, transmutado, durante los primeros Gobiernos de González, en el mimado líder de la oposición. Y la UCD de Suárez saltó por los aires, entre otras cosas, porque ¿qué era eso de no entrar en la OTAN, hacer una reforma fiscal, reconocer el divorcio y pactar con la izquierda una Constitución avanzada, la reforma del Estado y poner orden en la economía? Era demasiado. En el fondo, Suárez y otros no eran los políticos orgánicos de la derecha española, y ésta, una vez que se le pasó el susto sobre lo que podía ocurrir con la democracia y superó algunos complejos, decidió organizarse en un partido que reflejase, de verdad, sus intereses y valores. Fraga había tenido el mérito de agrupar a la derecha en el juego democrático, incluyendo la "extrema", evitando así que surgiese, de momento, un partido ultra similar a los que existen en Francia, Bélgica, Austria, etcétera. En esta operación había que pagar un peaje que sus valedores no estaban dispuestos a pagar toda la vida, esto es, no ganar nunca las elecciones. Fraga Iribarne tenía un techo, y para llegar al poder había que cambiar de marca, de líder y de planteamiento. Así surge el Partido Popular, que no es el heredero del que un día fundaran Areilza y Pío Cabanillas con ese nombre, sino de Alianza Popular. Después de algunos ensayos más o menos pintorescos, su nuevo líder, Aznar, designado por el propio Fraga, tampoco procedía de la tradición de la UCD, pues ni tan siquiera había apoyado, en su momento, la Constitución. Llegaría al poder en 1996 más por demérito del contrario que por mé

-rito propio y cuyo "viaje al centro" fue más obra de la necesidad que de la virtud. Con escasa mayoría relativa tuvo que adosarse, para gobernar, con los luego tan denostados nacionalismos de CiU y el PNV, lo que templó sus ardores y dio la impresión de que su famoso viaje al centro había llegado a su destino. Fue la época en que Aznar hablaba catalán en privado, les transfería el 33% del IRPF y calificaba a ETA como movimiento de liberación. Hasta que conquistó, ante la crisis de la izquierda, la mayoría absoluta. Una derecha eufórica, sin complejos y sin ataduras, comienza a hacer de las suyas. El atlantismo desplaza al europeísmo; la religión prima sobre lo no confesional; el neoliberalismo cercena el Estado de bienestar; se ocupa sin tapujos el poder judicial, se manipula TVE sin rubor y se empieza a revisar, impulsada desde el poder, la reciente historia de España.

III. Mientras tanto, conviene no olvidarlo, las bases ideológicas, sociales y mediáticas de la derecha no viajaban precisamente hacia el centro. En la Iglesia jerárquica ya no estaban Pablo VI, Tarancón o Patino sino Juan Pablo II, Rouco Valera, Cañizares y Martínez Camino. Habían proliferado, junto al Opus, toda una serie de movimientos, más o menos teleocons como los Legionarios de Cristo, los Catecumenales, Comunión y Liberación, etcétera, de notable influencia. El fenómeno Cope no es una casualidad. Refleja la evolución de una parte de la Iglesia española. En el mundo editorial, libros seudohistóricos -que recuerdan aquellos de Carlavilla- de los Pío Moa, César Vidal, etcétera, de indudable éxito de ventas, denota la existencia de un amplio público que añora que le cuenten que el golpe militar del 36 estuvo justificado, que la culpa de todo la tuvieron las izquierdas y que Franco enriqueció a España y la salvó del comunismo. La resistencia de alcaldes y diputados del PP a que se limpien nuestras calles y plazas de símbolos franquistas refleja el mismo fenómeno. La actual batalla de El Mundo y la Cope por neutralizar el espacio de influencia del diario Abc, en su intento por convertirse en referente de una derecha civilizada, no es sólo una pugna mercantil, que también lo es; se trata de un ataque despiadado por hacerse con el poder ideológico en el seno de la derecha. Tampoco la evolución de una parte quizá minoritaria pero significativa del capitalismo español ha favorecido la consolidación de un centro-derecha moderno. Demasiado pelotazo urbanístico, dinero negro, economía sumergida y, por el contrario, debilidad en la economía productiva basada en la ciencia y la tecnología. No se puede decir que sea lo mismo, como líderes de la patronal, Ferrer Salat que Cuevas, y no es intrascendente que cuando el joven dirigente de los empresarios catalanes Rosell ha pretendido renovar la CEOE le hayan frenado en seco.

IV. En el espacio exterior, los vientos han soplado a estribor. Los neocons de Bush -y ahora de Shinzo Abe en Japón- ocuparon el campo y parecía que se iban a comer el mundo. El enganche de Aznar en las Azores, sustituyendo a Stalin en la foto, no era un delirio sino resultado de una estrategia coherente con el resto de sus políticas. La guerra de Irak y la administración del 11-M les condujeron a la derrota electoral, pero las semillas de ese giro hacia la derecha ya estaban sembradas. El PP pierde las elecciones pero la pedagogía de la última legislatura de Aznar, y sus adoctrinadores, ha permanecido. Es absurdo pensar que si en países como Francia, Bélgica, Austria, etcétera, existe una abundante extrema derecha, España iba a quedar exonerada de esta plaga. La diferencia con esos países es que ese sector ultra está incrustado en el PP y convive en él con un centro-derecha democrático que, hoy por hoy, tiene dificultades para imponerse, aunque en mi opinión es mayoritario. Una de las razones de esta dificultad radica en que los temas que monopolizan la agenda política son proclives a demagogias y manipulaciones: el terrorismo, la emigración, la unidad de España, la religión. No hay nada que abone más la tendencia al enroque ultra que el miedo, y ése es, en el fondo, el discurso del ala más ruidosa de la derecha española, y no sólo hispana. En fin, que nuestra derecha, no sólo política, está envejeciendo mal, y para que refresque el discurso y mude de actores tendremos que esperar a que pierda elecciones aquí y también allende los mares.

Nicolás Sartorius es vicepresidente de la Fundación Alternativas.

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