La quiebra de Blair & Brown
La ruptura del matrimonio político más exitoso en 100 años de laborismo saca a luz viejas heridas domésticas
El divorcio entre los dos grandes artífices del Nuevo Laborismo se ha consumado en las últimas dos semanas, después de años de desencuentros, celos, batallas soterradas y desaires mutuos. Tony Blair asiste desde hoy y hasta el jueves a su último congreso del Partido Laborista como líder y primer ministro. Gordon Brown vivirá también su último congreso como canciller del Exchequer (ministro de Hacienda). Dentro de un año, Blair ya no estará en el número 10 de Downing Street y Brown será primer ministro... O no será nada.
La ruptura del matrimonio político más exitoso en 100 años de laborismo ha quedado plasmado en una foto histórica: la de Gordon Brown saliendo por la puerta de atrás de Downing Street en su coche oficial, con una reveladora sonrisa de satisfacción, después de mantener una tensa reunión con Blair. Dos días después, desairado ante la opinión pública tras una rebelión de cabos chusqueros -un puñado de cargos de tercera fila que le pidieron la dimisión-, el primer ministro anunció por fin en público lo que todos ya sabían a esas horas en Westminster: que dejaría el cargo en un plazo máximo de un año.
Los gestos de los dos políticos en el Parlamento delatan su antipatía mutua
La relación entre Blair y Brown fue apasionada primero, fluida después, crecientemente tensa en cuanto el primero le ganó al segundo la carrera por el liderazgo laborista en 1994, y ha acabado siendo aparatosamente hostil. Su divorcio ha sido un secreto a voces. Un secreto porque las declaraciones públicas han sido siempre respetuosas, cínicamente respetuosas. A voces porque los gestos, el lenguaje corporal, siempre les traicionaba y porque ha sido fundamentalmente la prensa la que ha aireado sus desavenencias. Unas veces en los artículos diarios de la tribu febril y obsesa de los cronistas parlamentarios de Westminster. Otras, las más jugosas, en los numerosos libros que se han ido publicando sobre ellos.
Libros apoyados siempre en el off the record, en declaraciones anónimas de gentes próximas a cada uno de ellos, siempre dispuestos a sembrar de palos el camino del rival en momentos clave. En libros y crónicas se han ido desgranando los defectos de ambos. El carácter inestable del canciller del Exchequer, incapaz de ocultar su desprecio hacia Blair, pero incapaz también de tener las agallas de presentarse abiertamente como alternativa y enfrentársele en público. O los defectos de Blair, sembrando dudas sobre su salud, sobre su capacidad para llegar al fondo de los asuntos del Gobierno, forjando su perfil de hombre superficial, más pendiente de la forma que del fondo y cada vez más aislado de la realidad y más aferrado al cargo.
Basta con contemplar la actitud de ambos en el Parlamento para descubrir el mundo formalista con el que intentaban ocultar su mutua antipatía. Cuando Blair habla, Brown parece ensimismado, encerrado en su mundo, con la cara de un hombre siempre a un paso del suicidio; o peor aún, simulando entusiasmo. Cuando es Brown el que habla, sobre todo en su gran momento de todos los años, los presupuestos, Blair alza la cabeza de manera exagerada, su sonrisa es tan enorme que se transforma en mueca, jalea al orador y le da un golpecito en el hombro cuando éste acaba su discurso. Cuanto más sonríe Blair, cuanto más yergue la cabeza, peor están las relaciones.
La guerra ha sido siempre entre bambalinas porque los dos se han necesitado. Ése es su gran drama. Han sido siempre una pareja política incapaz de funcionar cada uno por su lado. Blair, por ejemplo, no podía meter la libra en el euro sin el apoyo de Brown y quizás por eso, el canciller del Exchequer movió sus piezas de inmediato para dejar a la libra en el limbo por muchos años. Al mismo tiempo, Brown estaba atado a Blair porque, sin su apoyo, difícilmente podría llegar a ser primer ministro.
Esa dependencia sigue existiendo aún hoy. Tony Blair desearía enviar a Gordon Brown a hacer gárgaras, apoyar a un rival y frustrar su sueño de ser primer ministro. Pero sería un suicidio político para el partido. Los tories han encontrado a un líder joven y con carisma, David Cameron, que les ha puesto por delante en las encuestas y el laborismo no se puede dar el lujo de sufrir una guerra civil y llegar dividido a las elecciones, en 2009 o, mucho menos probable, en 2010.
Por eso, Gordon Brown lanzará en su discurso de mañana lunes un encendido elogio a la unidad del partido y a la herencia que deja Blair. Éste le contestará el martes con renovados cánticos a la unidad pero, fiel a su estilo, probablemente hablará más del futuro que del pasado. Del futuro del blairismo, aunque no lo dirá de esa manera. En las próximas semanas o meses, los laboristas han de decidir si realmente actúan unidos o declaran la guerra civil. Quizás en los próximos meses surja un Cameron laborista que acabe usurpando a Brown la corona que ya acaricia. Pero no parece probable. El único hoy con ese perfil es el ambicioso David Miliband, pero no da señales de querer arriesgar su futuro enfrentándose a Brown.
Gordon Brown puede ser un primer ministro efímero. El ascenso de David Cameron pone en peligro su sueño de ganar las cuartas elecciones laboristas y convertirse en el gran protagonista del Nuevo Laborismo: 10 años como canciller del Exchequer y otros seis como primer ministro. Tres lustros en el poder. Antes tendría que desmentir los sondeos de ICM publicados el jueves por The Guardian y que le sitúan como un candidato mucho peor que Cameron: con menos potencial de primer ministro, menos capaz de llevar al país en la dirección correcta, menos capaz de trabajar en equipo con el Gabinete, más arrogante, menos honesto, mucho menos agradable y, sobre todo, mucho más capaz de dar una puñalada por la espalda. Eso sí, los electores aún le ven más sólido que Cameron en tiempos de crisis.
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