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Columna
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Gordos

La mayor parte de mi vida he sido un gordo, quiero decir, ese tipo de exiliado de la sociedad que choca con dificultades a la hora de encontrar su talla en unos grandes almacenes o al que el jefe de personal mira con escepticismo antes de dar por concluida la entrevista de trabajo. Hace unos meses, un médico me encontró un gozne suelto en la espalda y me ordenó imperiosamente que perdiera peso: yo me consagré a la labor de renunciar al postre y la cerveza con más curiosidad que pesar, en la pregunta de cómo se vería el mundo desde treinta kilos menos. Una vez llegado aquí, sólo puedo decir que las cosas tampoco han variado en exceso; es cierto que me cuesta menos remontar escaleras y que no importuno tanto a los demás al introducirme en el autobús, pero no me siento más bello, poderoso ni afortunado. Mi madre, que mediante sus baterías de potajes y sus ollas repletas era responsable subsidiaria de mi grosor previo, opina que esta delgadez sólo va a traerme problemas, que las costillas dibujadas por debajo de la piel y esas pobres ancas de rana en que se han transformado mis muslos son el anticipo de una enfermedad que va a precipitarme en la catástrofe. Para colmo, por una única vez mi mujer está de acuerdo con ella y añade que mi obsesión por los alimentos que puedo o no puedo engullir y mi constante consulta de la báscula del baño denotan un principio de anorexia, y que antes de que me dé cuenta puedo acabar convertido en un Gandhi con las patillas muy pobladas. De manera que no sé qué pensar y me siento como una lancha hinchable, que enflaquece o engrosa dependiendo de la bomba de aire que una mano ajena acciona a su lado. Pero a la que, en el fondo, como a las mujeres benévolas, el tamaño le trae perfectamente sin cuidado.

El Ayuntamiento de Carmona, en Sevilla, en coalición con cuatro cardiólogos del Hospital Macarena, ha realizado un estudio entre la población del municipio para acabar constatando, alarmado, que la mayoría de sus niños amenazan con padecer sobrepeso. Según las últimas estimaciones de la OMS, la gordura constituye ya una epidemia a nivel planetario y ensombrece las estadísticas de salud pública con cifras más siniestras que la tuberculosis o incluso el sida: casi la mitad de habitantes del primer mundo pasea una generosa barriga por encima del cinturón y no se preocupa de reducir su espesor mediante el ejercicio o las verduras. Resulta curioso que todo esto suceda en una sociedad en que el gordo se ha convertido en persona de segunda división, a la que se arrincona en una esquina del aula o se considera inadecuada para recibir al público desde detrás de un mostrador. En la publicidad de las revistas el universo está compuesto por un ejército de jóvenes agraciados, que conducen coches en forma de cápsula espacial y cuya piel puede competir en tonalidad con el pan tostado; entre estos triunfadores de diseño jamás reconocemos las estrías, los mofletes hinchados, el tocino o la papada. Antes, como puede comprobar cualquiera que se asome a las telas de Rubens o de Renoir, las cosas eran distintas: el hueso sólo se consideraba atractivo si servía para dar sabor al caldo, y belleza era un concepto asociado a exuberancia, exceso e hipérbole. Por supuesto que el sobrepeso es un mal que puede arrastrar pésimas consecuencias para el corazón y otras entrañas de quien la padezca, igual que la anorexia y el deseo de emular al alambre conducen irremisiblemente a la clínica; pero no todo bulto significa hinchazón ni la pesadez tiene que equivaler por necesidad al desastre. Anteayer, una de las ofendidas modelos de la pasarela Cibeles cuyos omóplatos causaron recelo argumentaba que estar delgada no implica forzosamente estar enferma. Estoy de acuerdo, y también con el razonamiento inverso: dentro de sus límites correspondientes, el grosor no es sinónimo de manos sobre la cabeza del médico. Y en cuanto a belleza, a las pruebas me remito: Keira Knightley luce muy mona en la pantalla, pero cómo compararla a los pesos pesados de antaño, a Kim Novak y Sofía Loren y Anita Ekberg, cuyos cuerpos hoy son duda las revistas desestimarían como material de charcutería. Ellos verán: como si alguien prefiriera el palillo a la aceituna.

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