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Columna
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El agua milagrosa

Una noticia, un pequeño recuadro, hacia el que se me van los ojos en cuanto abro las páginas de la sección Madrid de EL PAÍS son las reservas de agua del Canal de Isabel II. Puede que sea porque se habla mucho de ella, casi siempre de forma preocupante. No llueve, pero cuando llueve es torrencialmente como ha sucedido esta semana en varias ciudades. No hay agua y, sin embargo, el martes Bravo Murillo se inundó por una cañería averiada y el miércoles corría abundantemente por el paseo de la Florida por igual motivo.

¿No se podría tener más cuidado? ¿De quién es la responsabilidad cuando sucede algo así? Habrá accidentes inevitables, pero otras veces está presente la desidia. No hace mucho pasaba al lado de unas obras y vi manando una tubería. Junto a ella había un empleado mirando para otra parte. Entonces alguien con un casco en la cabeza le dijo que había que avisar de aquello, y él se encogió de hombros como diciendo, ¿a mí qué me importa? Vaya tipo, tendría un mal día, el jefe le habría hecho un feo, se estaría acordando de todas las ilusiones tiradas a la basura, pero eso ¿qué tiene que ver con el agua? Su mismo cuerpo es agua en un 70%.

Carteles por todas partes nos piden que no tiremos de la cadena en cada meadita
Cuanto más escasea el líquido elemento más se pone de moda. ¿Qué me dices de los 'spas'?

De hecho los médicos recomiendan beber unos dos litros diarios. Recomendación seguida con tanto rigor que vamos por la calle con el móvil en una mano y una botella de agua en la otra, lo que ya es pasarse porque una cosa es beber agua y otra es no parar de beber. Y no sólo esto, sino que en fiestas y salidas nocturnas la última tendencia es sustituir el alcohol por agua coloreada, con lo que las reservas de Canal bajarán más todavía. Menos mal que los borrachos de mi barrio suponen un gran ahorro, están tan unidos a sus superlatas de cerveza (esas que miden medio metro de altas) que no es de temer que se pasen al grifo.

Carteles por todas partes nos piden que no despilfarremos agua. Que no tiremos de la cadena en cada meadita, que llenemos la cisterna por la mitad, que no la dejemos correr a lo tonto. Que en lugar de imitar las series norteamericanas en que a los personajes les encanta meterse en baños de espuma rodeados de tétricas velas encendidas a punto de que se les aparezca un espíritu, nos duchemos cerrando el grifo en la pausa del enjabonamiento.

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Se podría decir que el primero en señalar el peligro de derrochar agua fue Hitchcock, porque en el fondo a Norman Bates en Psicosis lo que le irrita de verdad es que la huésped se ensimisme debajo de la ducha, ¿cuántos litros se fueron por el desagüe antes de que él interviniese?

Cuanto más escasea el líquido elemento más se pone de moda. ¿Qué me dices de los spas? Ahora la gente sale del trabajo y en lugar de citarse en una cafetería con los amigos como antaño se va a un balneario o a unos baños árabes en pleno Madrid. El lema sería algo así como diviértete hidratándote. Mientras, nos avergüenzan las imágenes de personas que tienen que recorrer kilómetros para recoger un cubo de agua o que se la beben turbia.

Estamos regresando lentamente al agua, pero quizá un poco tarde porque hemos perdido el vínculo que unía a los antiguos a los mares y los ríos no sólo de manera utilitaria, sino también sagrada. Estaban representados por dioses, náyades y nereidas. De alguna manera sabían, muchísimo antes de que se comprobara científicamente, que estamos hechos de agua, y por eso alguien podía llegar a llorar tanto que formara un lago. Cosas, (maravillosas por cierto), de la mitología.

Ahora el matiz religioso queda restringido a las botellitas de agua milagrosa de Lourdes, por las que hay que pagar como por toda agua embotellada, cada día en envases más de diseño. Antes, los imponentes señores del agua no cobraban. Eran el viejo Nereo o Poseidón con su tridente o Tritón con su gran caracola. Leo mientras escribo estas líneas que hay intentos de devolverle al agua su misterio de un modo que tal vez nos parezca algo extravagante. Es el caso del japonés Masaru Emoto, que se ha dedicado a cristalizarla y fotografiarla tras someterla al estímulo de la música o de palabras afectuosas, en cuyo caso surgen cristales espléndidos. En el caso contrario, cuando se la rodea de negatividad ni siquiera cristaliza. Después de esto no tengo más remedio que levantarme a beberme un vaso de este extraño líquido que, como nos enseñaban en la escuela, carece de sabor, color y olor, pero antes de llevármelo a los labios lo contemplo con el mejor de mis pensamientos.

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