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Columna
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Cuestión de huevos

Cuando salimos de Madrid no sabíamos que dos de nosotros regresarían heridos. Eran las ocho de la mañana de un luminoso domingo de septiembre y decenas de personas pacíficas, heridas de antemano en nuestra sensibilidad, nos quitábamos las legañas de la pereza moral para subirnos en varios autocares que nos esperaban en la plaza de Colón (el del huevo). Convocados por el PACMA (Partido Antitaurino Contra el Maltrato Animal) y múltiples asociaciones animalistas de todo el Estado español, madrugamos dispuestos a manifestar nuestra repulsa por la forma en que algunos se divierten en las fiestas populares de esta piel de toro desollado. Nuestro destino, Tordesillas, provincia de Valladolid. Su fiesta, el Toro de la Vega, consistente en soltar a un pobre toro por el campo (el de este año, de nombre Rompesueños), al que persiguen cientos de jinetes que, armados con lanzas, intentan conducirlo hasta el prado de Zapardiel alanceándole sin descanso ni compasión, hasta que la víctima de esa jauría humana cae rendido a desgarros, desfallecido de terror y dolor.

El cobarde que le ha propinado la lanzada definitiva tenía el derecho, hasta hace bien poco, a cortarle los testículos y regresar al pueblo, héroe diabólico, con tales despojos colgados de su lanza a modo de criminal trofeo. Cuestión de huevos. Aunque nos consta que siguen haciéndolo, incluso cuando el torturado aún no ha exhalado el último aliento liberador, dicen los cínicos que ahora ya no se les permite cortar esa parte de su martirizado cuerpo, que ahora sólo es el rabo lo que le mutilan. Qué detalle torero. Qué vergüenza nacional.

Cuestión de huevos se diría que fue también nuestra determinación de ejercer el derecho constitucional de manifestación, previamente legalizada, ya que nos esperaban varias decenas de, llamémosles, vecinos. Porque los tales vecinos nos esperaban blandiendo al aire las garrotas de su disfraz de valientes y lanzando contra los autobuses huevos, tomates, naranjas y una suerte de proyectiles con denominación de origen, pues se trataba de unos polvorones típicos de la zona que, convenientemente aplastados, se endurecen como una piedra. Esa lluvia violenta continuó cayendo sobre nosotros durante las casi dos horas que permanecimos frente a la turbamulta local, sin que mojara nuestro ánimo y sin que las fuerzas del orden, desplegadas para protegernos de la prevista agresión, hicieran nada por evitarlo y detuvieran a los delincuentes. Porque entre huevo y polvorón algo más peligroso voló hacia nosotros y provocó la fractura de nariz de una chica que cayó al suelo inconsciente, así como una lesión en el globo ocular de otra persona. Parece mentira, ¿verdad?, pero no, es de comprender que alguien que defiende la persecución, tortura y crimen de un ser inocente tenga muy poco respeto por la nariz de una puta. No se asusten los lectores. Me limito a reproducir el reiterado apelativo con que fuimos distinguidas todas las mujeres que participamos en la protesta. Los hombres, los nuestros, maricones. Esos gañanes machitos, machirulos, machistas, lo repetían una y otra vez, mientras hacían gestos obscenos llevándose la mano a la entrepierna o simulando con la boca quién sabe qué clase de felación. Sería la de un violador; desde luego, la de un maltratador. Tal pobreza de vocabulario y tan limitada capacidad de argumentación debe de ser también una cuestión de huevos.

Pero nosotros llevábamos claras nuestras consignas y las seguimos escrupulosamente: ni una respuesta a la provocación, ni un insulto (ni siquiera llamarles asesinos, que no sería insulto sino mera constatación). Porque nosotros tenemos, más clara que la de sus huevos, una idea del mundo en la que no caben tradiciones crueles como la del Toro de la Vega (de la que, por cierto, recalcan un secular origen árabe sus defensores: los mismos, sospecho, que llaman moros de eme a todo árabe, ya sea de bien, que tenga la desgracia de cruzarse en su sangriento camino). Tenemos una idea del mundo en la que la fiesta no va unida al maltrato de ningún animal; en la que el interés turístico (como declara a este espectáculo la Junta de Castilla y León) está ligado a las bondades de una localidad, no a sus maldades; en la que la iglesia católica rechaza honrar a sus vírgenes y santos con el martirio de criaturas inocentes; en la que los representantes políticos supuestamente progresistas (como el alcalde de Tordesillas) comprenden que el progreso cultural y social está reñido con la tortura, y los ministros socialistas no asisten en Ronda a alternativas toreras, porque no hay. Un mundo, en fin, más ético, más moral. Lo lograremos, porque cada vez somos más. Y no necesitamos huevos. Nos bastan el corazón y la razón.

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