Irak marcó el principio del fin
La estrecha alianza con la política exterior de Bush, la reforma de los servicios públicos y las peleas con Brown, claves del declive del primer ministro británico
La guerra de Irak está en el origen del sorprendente declive del liderazgo de Tony Blair: acabó con su carisma entre gran parte de los británicos y le distanció de manera irreversible del ala izquierda del Partido Laborista. Las crecientes críticas a las reformas de los servicios públicos y la soterrada lucha fratricida con Gordon Brown, su eterno rival, han ayudado de manera decisiva a horadar la confianza que el partido y gran parte de la ciudadanía tenían en Blair.
El declive de Tony Blair empezó el 11 de septiembre de 2001. Ese día, apenas tres meses después de ser reelegido por abrumadora mayoría y horas después de que se desplomaran las Torres Gemelas, Blair se conjuró en público a mantenerse "hombro con hombro" con Estados Unidos y su presidente, George W. Bush. Ese alineamiento acrítico -al menos en público- le llevaría a cometer el mayor error de su carrera política: la invasión de Irak. La guerra de Irak exacerbó a la izquierda laborista y le dio fuerza para torpedear algo que nunca le había gustado pero que estaba tragando con resignación: la reforma de los servicios públicos.
El laborismo ganó un tercer mandato en 2005 "a pesar de Blair más que gracias a él"
La guerra exacerbó a la izquierda laborista, que torpedeó la reforma de los servicios públicos
Quintaesencia del Nuevo Laborismo, las reformas empezaron al ralentí en la primera legislatura para no desbaratar la prioridad del primer Gobierno de Blair: consolidar las finanzas públicas y demostrar que los laboristas por fin podían gestionar bien la economía del país, a diferencia de lo que había ocurrido durante sus previos mandatos en las décadas de los sesenta y los setenta del pasado siglo. Las reformas se aceleraron en la segunda legislatura, con enormes inyecciones de dinero público, pero sus resultados no son fáciles de percibir y el creciente enfrentamiento de Blair con el ala izquierda y los sindicatos no ayudaron a extender la percepción de que la sanidad, el transporte y la educación habían mejorado.
Pero ha sido el soterrado enfrentamiento con Gordon Brown el factor decisivo en el declive de Blair. Ambos habían formado un formidable tique político que culminó la renovación del Partido Laborista iniciada antes por Neil Kinnock. Blair y Brown recortaron drásticamente el poder de los sindicatos, arrinconaron a la vieja izquierda y centraron el partido con la creación de la etiqueta del Nuevo Laborismo, convirtiéndolo en una alternativa de poder al Partido Conservador.
Pero la semilla de la rivalidad había quedado sembrada ya en el mismo momento en que ambos tomaron juntos el poder del partido en 1994, tras la repentina muerte del entonces líder, John Smith. Brown se creía el heredero en ciernes, pero Blair, ya entonces mucho más carismático y siempre más valiente, le ganó la carrera. Brown aceptó cederle el liderazgo -y con él el cargo de primer ministro tras las elecciones que se iban a celebrar en 1997- cuando Blair, en una famosa cena en el restaurante Granita, en Islington, se comprometió a cederle todo el poder en materia económica cuando llegaran al Gobierno y dimitir como primer ministro mediada la segunda legislatura del laborismo.
Durante la primera legislatura la pareja empezó ya a tener fricciones, pero la relación se deterioró drásticamente en la segunda: Blair, arropado con una segunda victoria aplastante que todos atribuían a su liderazgo, incumplió su compromiso de ceder paso a Brown.
Llegó entonces el 11 de septiembre y luego la guerra de Irak. Tony Blair, cuya popularidad empezó a caer con rapidez, se agarró al poder y la lucha entre ambos, hasta entonces soterrada, se convirtió en abierta. En septiembre de 2004, con las relaciones entre los dos dirigentes en crisis y la popularidad del primer ministro erosionada por su alianza con Bush, Blair empezó a dudar de su propia supervivencia y cometió su mayor error táctico: anunció que las próximas serían sus últimas elecciones, pero -si era reelegido- cumpliría íntegramente el mandato. Sus palabras no sólo deterioraron para siempre la relación con Brown ("ya nunca más podré creer nada de lo que digas", le espetó éste), sino que minaron su autoridad como primer ministro incluso antes de ser reelegido de nuevo. El laborismo ganó en mayo de 2005 un tercer mandato, pero esta vez "a pesar de Blair más que gracias a él", según el criterio general.
Todo ha ido a peor para el inquilino del número 10 de Downing Street desde entonces. En política exterior, a la permanente gangrena de la guerra y la posguerra de Irak se ha unido el rebrote del conflicto en Afganistán y ahora las críticas por su posición en la ofensiva israelí en Líbano. En política interna, la crisis financiera del sistema sanitario, provocada en gran parte por la introducción de sistemas de gestión y contabilidad privada, ha desbaratado cualquier percepción de mejora de la atención al público y llegó a provocar incluso una revuelta de las enfermeras contra la ministra de Sanidad.
El conflicto con la comunidad musulmana tras los atentados del 7 de julio, las incontables leyes represoras a cuenta del terrorismo, los problemas de la inmigración y la delincuencia -siempre magnificados por los tabloides-, la crisis en el Ministerio del Interior -que le llevó a destituir a uno de sus hombres de confianza en el Gobierno, Charles Clarke- y los devaneos amorosos y sociales del viceprimer ministro y hombre puente entre Blair y Brown, John Prescott, han acentuado en los últimos meses su precariedad.
El Partido Conservador, con un líder joven y telegénico, David Cameron, ha sido el gran beneficiario de ese declive. Las encuestas le colocan nueve puntos por encima del dirigente laborista. Era la gota que faltaba para derramar el vaso y lanzar la señal de asalto al liderazgo de Tony Blair.
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