Tobías y los niños encantados
Los niños de Pequeño Pueblo se ven afectados por una rara epidemia. De traviesos se convierten en malvados. Un relato que entronca con la mejor tradición de los cuentos de Andersen cierra esta serie, protagonizada este año por escritores noveles.
Erase una vez, en un pueblo muy pequeñito, un niño de mofletes regordetes y sonrisa gigante llamado Tobías. Vivía en las afueras, en una casita blanca y azul con sus papás Ángela y Daniel, sus abuelitos maternos y el tío Tomás -que, aunque era muy mayor, parecía tener nueve o diez años-. En realidad, el pueblo era tan chiquito que se podía decir que todos los vecinos vivían en las afueras. Por eso, hacía unos años, cambiaron su antiguo nombre por el de Pequeño Pueblo.
Los habitantes de Pequeño Pueblo eran personas amables que respetaban las normas establecidas por el alcalde -un hombre gordo de enorme bigote gris y gafotas naranjas que le hacían parecer siempre enfadado- para cuidar del pueblo, y especialmente de los niños. Don Rodolfo -porque no lo he dicho, pero el alcalde se llamaba Rodolfo- no consentía que ningún niño estuviese en peligro, y si alguna vez lo estaba, se enfadaba mucho y se le ponían de punta los pocos pelillos que aún le quedaban en la cabeza.
A pesar de que era pequeño, al pueblo no le faltaba de nada, incluido un diminuto parque de atracciones y una fábrica de caramelos que ahora estaba cerrada. Sólo muy de vez en cuando aparecía algún comerciante forastero ofreciéndoles trastos extraños e inútiles que rechazaban. De modo que todos vivían de lo más felices y tranquilos en Pequeño Pueblo.
Sólo un detallito enturbiaba esta calma: un chico de poco más de un metro de estatura y ocho años de edad, el niño más revoltoso del mundo -eso se imaginaban en el pueblo-, de carrillos rechonchos ¡y pecosos! que estaba siempre sonriendo. Sí, se trata de ¡Tobías!
Tobías era un niño nervioso que se pasaba el día haciendo travesuras. En el colegio no sabían qué hacer para calmarle. Cuando no escondía la tiza del profesor, guardaba ranas y saltamontes en los cajones de doña Matilda -la profesora de plastilina-. Y cuando no se lanzaba a la piscina para nadar, ¡en pleno invierno!, tiraba de las coletas de Nerea, la niña más guapa de la clase.
-¡Ahhhh! ¡Señoritaaaaaaa! ¡Tobías ha vuelto a tirarme de las colas! -decía la pobre con sus grandes ojos llorosos y la sonrisa hecha pucheros.
Si mal no recuerdo ¡Sí! La mayor trastada que hizo fue en la última fiesta, con motivo de la llegada de la primavera. Colocó pegamento del fuerte en la silla de don Rodolfo y cuando éste se sentó -después de dar un discurso pesadísimo- y volvió a levantarse para brindar, se le quedó un buen trozo de pantalón pegado a la silla. ¡Enseñó el culete a todos los vecinos! Hasta los pelos del bigote se le desrizaron del sofocón. Tobías estuvo todo el mes castigado ayudando en la oficina del alcalde.
Un momento ¡¿A que soy capaz de adivinar qué estáis pensando?! Mmmm Ya sé: os preguntáis por qué don Rodolfo se preocupa tanto por los niños si en Pequeño Pueblo siempre están pendientes de ellos. En realidad es un secreto que el pueblo entero decidió borrar de sus libros de historia por siempre para proteger a los futuros ciudadanos. Sólo los ancianos recordaban la historia y la callaban para sí.
Hacía muchos, muchos años, cuando los abuelitos de Pequeño Pueblo eran tan pequeños como Tobías, se extendió una terrible epidemia entre todos los niños del pueblo. De la noche a la mañana comenzaron a comportarse como niños malos: faltaban a las clases, apedreaban los cristales de las casas vecinas, pegaban patadas en las espinillas de los ancianos y respondían a sus papás de muy malas maneras. Nunca se llegó a saber qué lo provocaba, porque aquella desgracia se esfumó igual que apareció. Finalmente, firmaron un pacto de silencio en la plaza del pueblo.
-Nunca jamás de los jamases se mencionará este hecho. Sólo podrá desvelarse en caso de necesidad por peligro extremo.
Una soleada mañana de verano, Tobías salió a dar un paseo con su tito Tomás -así lo llamaba-. Se divertían mucho juntos porque era viejito, pero pensaba como uno de su edad. Decidieron ir al Bosque Abedul, en la otra punta del pueblo. Apenas habían entrado cuando, de repente, apareció una anciana con una bolsa de tela de cuadritos rojos y verdes.
-Hola, niño. Qué bien que acompañes a los ancianitos a pasear. Mira, por bueno, te regalo un caramelito que llevo aquí -les dijo acercándose con una piruleta en forma de duendecillo rojo y verde.
Cuando Tobías estaba a punto de cogerlo, el tío Tomás lo agarró por la camiseta y lo atrajo hacia sí. Tobías se asustó muchísimo, el tío parecía haber visto a un monstruo y gritaba sin cesar:
-¡No, no, no! -justo entonces, la anciana echó a correr a una velocidad asombrosa.
Se quedaron tan pasmados que cogieron el camino de vuelta a casa y decidieron no contárselo a nadie. Pero aquél no iba a ser un día tranquilo. Justo al entrar en Pequeño Pueblo se encontraron a la mamá de Raúl y Manuel -dos hermanos gemelos que eran los mejores amigos de Tobías- llorando a moco tendido:
-¡Uaaaaaaah! Pero ¿qué les pasa a mis hijitos? ¡Uaaaaaaah! ¿Por qué me han hecho burla? -se lamentaba doña Pilar, que ése era su nombre, rodeada de vecinos y con su marido al lado, don Manuel.
Tobías y Tomás se quedaron de piedra. Ninguno de sus amigos haría jamás algo así, ¡ni siquiera él! Una cosa era asustar a doña Matilda con unos cuantos bichos y otra muy diferente sacarle la lengua a su mamá.
A la semana siguiente, la niña más estudiosa de la clase, Sofía, tiró su libro de matemáticas por la ventana, y Julieta, la más callada, no paraba de charlar durante la lección de dictado. ¡Los niños estaban hechizados! Elena y Fernando tiraban a los profesores papelitos con tirachinas, Antonio pintaba todas las paredes que se cruzaban en su camino.
-¡Pintar! ¡Pintar! ¡Pintar sin parar! -cantaba con doce lápices de colores que cogía con ayuda de sus dos manos.
Al principio, Tobías estaba contento porque podía compartir algunas travesuras con sus amigos. Pero, después de un mes, lo suyo eran chiquilladas al lado de las fechorías de sus compañeros. Para entonces, casi todos los niños del pueblo estaban afectados. Los adultos estaban tan asustados que convocaron una Asamblea Municipal para llegar a la raíz del problema. Las familias examinaron cuidadosamente lo que los pequeños habían hecho semanas antes, pero no recordaron nada extraño.
Los abuelos se miraban en silencio, a sabiendas de que se trataba de la epidemia de los niños que ¡se repetía! Cuando ya no les quedaba otra cosa que llorar y lamentarse, una anciana se dirigió al micrófono de la sala y pronunció estas palabras:
-Queridos convecinos, os desvelaré algo que hemos callado durante décadas -y les narró la historia con todo lujo de detalles.
Esto no ayudaba demasiado porque en aquella ocasión tampoco hallaron ninguna respuesta. ¿Y si esta vez los síntomas no desaparecían? Estaban perdidos. Sin embargo, no habían analizado todos los pormenores, aún había dos niños no afectados. Uno de ellos era Tobías, y él sí que se había percatado. Primero pensó que sería porque él ya era travieso de antes. Pero recordó a la niña que tampoco había enfermado, una niña con coletas que era la más guapa de la clase y nunca se metía en problemas: ¡Nerea! Y su teoría ya no concordaba.
Tobías, que estaba muy intrigado con el asunto, ni corto ni perezoso, se coló en la Asamblea Municipal para escuchar lo que los mayores discutían. La cosa estaba realmente complicada, pero, antes de desilusionarse, se dirigió a la casa de Nerea para interrogarla.
-Hola, Nerea ¿Cómo es que no estás con tus amigas? -le preguntó con misterio.
-Yo no salgo de mi casa, juego aquí con mi perrito Willy. Mis amigas venían antes a verme, pero dejaron de visitarme hace unas semanas -dijo un poco triste.
-Mmmm Nunca sales de casa -pensó Tobías.
Pero él sí que salía, ¡¿dónde estaba, pues, la explicación?! Y pensando y pensando, dos ideas se le vinieron de pronto a la cabeza: su tito y la anciana del Bosque Abedul. El tío Tomás era un niño cuando la epidemia se propagó por primera vez, y aquella mujer era lo más extraño que le había sucedido en toda su vida.
Corrió en busca del tío Tomás sin despedirse siquiera de Nerea. Al llegar a la casa, estaba sentado en el sofá del salón. Trató de explicarle todo como si fuese un cuento para que lo comprendiese bien, y después le preguntó:
-¿Qué pasó, tito Tomás? Tú estás así de asustado desde entonces, ¿verdad? -y lo miró con ojos de verdadero amor de sobrino.
-Sí. No. A mí no me pasó. Que yo lo vi. Que los niños se lo comían -dijo el tío Tomás temblando.
-¿Qué se comían, tío Tomás? -le insistió.
-Las ¡las piruletas de los duendes! -gritó poniéndose en pie.
"Las piruletas de los duendes". Se refería a la vieja de la bolsa de tela de cuadros rojos y verdes. ¡Fantástico! Ya sabía qué provocaba el estado de los niños. Ahora sólo tenía que averiguar cómo y por qué; buscaría a la vieja y se lo preguntaría. Se armó de valor, dejó algunas indicaciones al tío Tomas y corrió de nuevo en dirección al Bosque Abedul. Necesitó adentrarse un poco más que la otra vez para encontrarse con la anciana.
-Hola, niño. Qué alegría verte jugando por aquí. Anda, toma, te regalo un caramelito -y, como la otra vez, sacó de la bolsa una piruleta con forma de duende rojo y verde.
Tobías la cogió de su mano y, con un golpe de efecto y puntería que había aprendido tras años de práctica, le dio tal cogotazo con la piruleta que la mujer cayó redonda al suelo. Por suerte, sus papás llegaron a casa enseguida y el tío Tomás les contó lo que a Tobías y a él les había sucedido en el Bosque Abedul. No tardaron ni un minuto en avisar a toda la población y llegaron justo antes de que la viejecita se despertara.
-¡Ayyyy! Qué dolor de cabeza. Pero qué me ha hecho ese maldito niño, que casi me descalabra -decía la anciana incorporándose con una destreza y una voz de hombre nada habitual en una anciana.
Todos los vecinos se quedaron boquiabiertos. Y más aún cuando se le cayó la peluca gris que llevaba y vieron con claridad que se trataba de un hombre y no de una ancianita.
-Pero pero ¿qué significa esto? -instó don Rodolfo al desconocido.
-Vaya, se descubrió el pastel. Imagino que ya sólo me queda confesar. Pues bien, aquí tienen mis razones. Cuando yo aún no había nacido, mi padre vivía en este pueblo, se llamaba Andrés y era el dueño de la fábrica de caramelos. ¿Lo recuerdan? -paró unos segundos. Los ancianos, que habían ido llegando poco a poco, se miraban afirmando y reconociendo en aquel muchacho el parecido con el tal Andrés. Y continuó:
-Ustedes cerraron su fábrica porque les parecía que sus caramelos estaban demasiado azucarados y que los dientes de leche de sus hijos se caían demasiado rápido. Mis padres perdieron todo su dinero y tuvieron que mudarse a una cabañita en este horrible bosque. Para vengarse de ustedes, envenenó los caramelos sobrantes con una poción de hierbas que convertía en malvados a los niños y les borraba el recuerdo de haberlos comido. Cuando yo nací, desistió en su empeño. Pero cuando me hice lo suficiente mayor, me contó todo, y desde entonces deseé continuar la venganza. Yo nunca tuve amigos, no jugué con otros niños, ni siquiera conocí a ninguno, y la culpa la tienen ustedes y este bosque oscuro.
Ahora ya no se sentían enfadados; al contrario, el muchacho les dio mucha lástima. Estuvieron reunidos durante cinco días discutiendo qué castigo debían imponerle. Sí, hizo algo realmente cruel, pero había sido tan desgraciado Definitivamente, don Rodolfo cogió en sus manos el estatuto que protegía a los niños y dijo:
-¡Cumplamos la ley!
Aquella misma noche prepararon una fiesta para Eduardo, que así se llamaba. Suspendieron las clases para que todos pudiesen ayudar y le dieron una sorpresa que en la vida se hubiese imaginado. Volverían a abrir la fábrica de caramelos y ¡él sería el dueño! Estaba tan ilusionado y agradecido que prometió no fabricar nunca caramelos que tuviesen demasiado azúcar.
Todos volvían a estar felices en Pequeño Pueblo. ¡Más felices que nunca! Sobre todo los niños, por la nueva fábrica, y aún más Tobías, que recuperó su puesto de niño travieso con la admiración de todos por ser tan valiente.
Alejandra Vanesa: Cordobesa, de 25 años, ha publicado su primer libro de poemas, Colegio de monjas (DVD Poesía), la vida de una niña que alcanza la adolescencia. Ha sido finalista del Premio Andalucía Joven de Poesía.
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