Oliver Stone sostiene la ecuación de Bush
El director estadounidense se enfrenta a la visión ética de Verhoeven y Haroun sobre la guerra
La historia de una superviviente judía, envuelta en la crónica de un amor imposible, encerrada en una intriga detectivesca y agitada por el vendaval de los últimos días del dominio nazi sobre Holanda: algo así es El libro negro, la película que Paul Verhoeven presentó ayer en la Mostra de Venecia. Se trata de cine bélico bien barnizado, sólido como una escribanía de caoba que en el último cajón esconde un papelito con una pregunta escrita: ¿Cómo se redimen las atrocidades de una guerra?
La misma cuestión ética, por vías muy distintas e igualmente apreciables, plantea La estación seca, del franco-chadiano Mahamat-Saleh Haroun. Dado que en este párrafo se habla de ética, resulta inapropiado incluir en él las consideraciones que merece World Trade Center, película estrenada también ayer, fuera de concurso, por el estadounidense Oliver Stone.
La industria holandesa postulará El libro negro como aspirante al Oscar a la mejor película extranjera. Vista la obra, la idea parece sensata. Las piezas de El libro negro encajan al milímetro unas con otras y el mueble, una vez terminado, es de los que se ven con cierto placer. Verhoeven plantea la cuestión ética al final, cuando despeja el misterio y revela la identidad del traidor que vende a sus compañeros de la Resistencia. Y ofrece, por supuesto, su propia respuesta a la pregunta escrita en el papelito: en este caso, la redención de las barbaridades bélicas pasa necesariamente por la venganza.
Mahamat-Saleh Haroun vuelve a su país natal, Chad, para plantear el mismo dilema. ¿Qué hay que hacer con los criminales de guerra? Haroun concluye, tras largas dudas, que el olvido no funciona, pero la venganza tampoco. La estación seca es un filme sobrio, emblanquecido por la luz vertical africana y la harina de la panadería donde se desarrolla el drama. La economía de medios y la sencillez con que se mueve la cámara confieren a la obra un aura de teatro, desmentida por el laconismo gestual con que se expresan los personajes.
Cerrado el capítulo de la ética, la honestidad y las películas que compiten por el León de Oro, pasemos a World Trade Center. Oliver Stone, cuyos presupuestos ideológicos podrían llenar toda una enciclopedia escrita por un esquizofrénico, presenta al fin su esperada y coreada versión de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Se trata de una película basada en una trampa que no es ni siquiera original, porque George W. Bush viene utilizándola desde hace tiempo. Todos los protagonistas van de uniforme. Son policías, bomberos o soldados. Los secundarios son familiares de policías, bomberos o soldados. ¿Conclusión? Se despoja al terrible acontecimiento de su condición esencialmente civil y terrorista y se le atribuye un carácter bélico. Al igual que Bush, Stone intenta demostrar como cierta la ecuación por la que el 11-S equivale a Pearl Harbour y la incógnita, una vez despejada, conduce directamente a la guerra en Irak.
Como la trampa es de planteamiento, el desarrollo puede permitirse el lujo de la verdad. Es cierto que, en general, los policías y los bomberos de Nueva York fueron héroes en esa jornada apocalíptica. Y uno no puede dejar de conmoverse ante la peripecia de la escuadra policial atrapada bajo los escombros de las torres. Stone opta por comprimir la espectacularidad del evento en una situación claustrofóbica, y le funciona. Busca encoger el corazón del espectador, y lo consigue. Esas consideraciones técnicas y estéticas quedan invalidadas, sin embargo, por el mensaje subyacente.
Spike Lee presentó también su demoledor (por extensión, cuatro horas, y por intensidad) documental sobre el huracán Katrina. Lee pone sobre la mesa un montón de pruebas y testimonios que incriminan a Bush y sus secuaces: negligencia, racismo, brutalidad, mala fe. Tremendo.'World Trade Center' se basa en una trampa que Bush viene utilizando hace tiempo
Babelia
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