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El marido aburrido

Fue en los tiempos en que servidora, parafraseando a Joaquín Sabina, llevaba la falda más corta y tenía la lengua más larga. Ambas dos han variado su dimensión, cada una en sentido contrario, y en los dos casos se ha debido a la impecable guadaña del tiempo, esa notable ingeniera de cambios. En esos años de lenguaraz actividad, definí a dos colegas de la política cercana con una frase que hizo fortuna y que Antoni Santiburcio (brillante, digno y añorado oponente) consideró de una precisión malvada. Me preguntaban por mi percepción sobre las diferentes personalidades de Pasqual Maragall y Joan Clos, y aseguré que mientras que Maragall nos sometía a los vaivenes apasionados y desconcertantes del buen amante, Joan Clos era un auténtico marido aburrido. Nada de lo mucho que ha pasado después me ha desmentido esa temprana apreciación, quizá sólo con un matiz: Maragall dejó de ser tan apasionante y pasó a ser algo más desconcertante. Pero Clos fue haciendo camino cual aplicado, buenazo y aburrido marido, medio encarnado por ese señor con zapatillas que comparte nuestro sofá, y cuyos notables méritos olvidamos en el túnel del tiempo. Incluso en estos días, días de ternura como son los días de balance, resulta difícil apasionarse con Joan Clos, cuyo perfil timorato y un tanto dubitativo nunca ha conseguido seducir más allá de la erótica inevitable del poder. Ese era su defecto para la alcaldía y esa es, quizá, su virtud para el ministerio: la rotunda falta de carisma. Y quien dice ausencia de carisma, dice, cuando habla de la vara de alcalde, carencia de autoridad. Esto lo aprendí de Maragall, aprendiz aventajado de las muchas enseñanzas de Josep Tarradellas: no hay autoridad democrática más necesariamente autárquica que la autoridad municipal. A diferencia de un ministerio, que gestiona bien los perfiles bajos y hasta los reclama, un alcalde exige una fuerte, atractiva y arrolladora personalidad. Un alcalde no es sólo un gestor, es un ideólogo de la ciudad, un líder en el sentido maquiavélico del término, un constructor de voluntades; en definitiva, una autoridad plena. Desde luego, Joan Clos estaba muy lejos de ese perfil, y las muchas y hondas lagunas de sus mandatos habían bebido en las aguas de su evidente fragilidad. Le puso ganas, esfuerzos todos, ideas innovadoras, hasta le plantó cara a los retos, pero nunca consiguió ser, más allá del mundanal ruido, la voz de un alcalde. Diría que de Maragall lo aprendió todo, casi todo lo intentó imitar, y casi nada consiguió heredar.

¿Tenía, pues, el Partit dels Socialistes (PSC) un problema en la alcaldía de Barcelona? Teníalo por muchos motivos, algunos más inconfesables que otros, pero había uno indiscutible: Joan Clos no conseguía consolidar definitivamente su liderazgo, y la insostenible levedad de la política hacía mella en los estudios de opinión, en los conflictos ciudadanos y en los problemas endémicos. Puede que no peligrara la alcaldía, pero peligraban las proporciones del tripartito, y ello era suficiente alarma. Además, ¿cómo no?, estaba la cuestión eterna del pulso entre el partido y ese difuso pero difundido contrapoder del maragallismo, del cual Joan Clos era digno exponente. Con todo ello, no es de extrañar que los grandes arquitectos de Nicaragua hiciera tiempo que estudiaran planos, maquetas y todo tipo de reestructuraciones, y el resultado es, a todas luces, brillante. A Joan Clos lo echan para arriba, con toda gloria y honor. Es cierto que tendrá que gestionar dulces envenenados como la OPA y sus muchos hostiles, pero también lo es que puede hacer un solvente y bien estructurado trabajo. Quizá ese discreto alcalde sea un notable ministro. Además, el ministerio durará poco y después, según como vaya todo, adiós muy buenas con gracias mil y silla de eurodiputado. Cerrado el capítulo de Clos, el PSC consigue dos éxitos rotundos en la persona de Jordi Hereu: cierra la etapa del maragallismo y pasa a gobernar directamente Barcelona, sin intermediarios que suban la adrenalina y bajen las expectativas; y segundo, hace un relevo generacional sin traumas aparentes ni desgastes internos. Además, y ello es una percepción aún muy improvisada, Hereu muestra síntomas de fuerte personalidad. Veremos. La gruesa ingeniería de la política, pues, ha sabido encajar bolillos con finura, y ello no es ni tan habitual ni tan simple. La pareja Zapatero-Montilla demuestra ser, en el terreno resbaladizo de las cuitas internas, notablemente hábil.

Sin embargo, ¿todo es oro en la inteligente gestión de esta crisis controlada? La verdad es que, más allá de lo escrito hasta aquí, hay algo que me inquieta para mal, y no es pieza menor. En pocos meses el panorama catalán ha visto desaparecer de su escena a los dos pesos pesados de la nebulosa del maragallismo, incluyendo su mentor principal. Pasqual Maragall y Joan Clos se van para no volver, en el sentido doméstico del término, y el partido que gobernaba a ratos, pasa a gobernarlo todo, completamente todo, sin fisuras ni sorpresas, sin duendes ni magos, sin disputas ni controversias. ¿Es ello bueno? Para el corazón de Miquel Iceta, Joan Ferran y algunos otros grandes del socialismo, sin duda lo será, liberados de la pesada carga de la sorpresa cotidiana. Pero la idea de qçue un partido político, con sus servidumbres, su propia dinámica endogámica y su inevitable pensamiento único gobierne todo lo gobernable en Cataluña no parece muy atractiva. Lejos de superar, por la vía de los grandes consensos -y el maragallismo era eso, una gramática del consenso-, la vieja política de los partidos cerrados, inevitablemente caducos para los tiempos actuales, parece que volvemos a su único dominio. Lo cual puede que sea bueno para el PSC, pero no lo es para reformular la política. Sin Maragall y sin Clos, el socialismo catalán será más disciplinado, más inequívoco, mucho más homogéneo, y no padecerá los ruidos extemporáneos de otros tiempos. Sin embargo, ese silencio, ¿no será el silencio de los cementerios? La homogeneidad, ¿no significará una ruda simplificación de las muchas almas del socialismo? Montilla y Hereu, más Nicaragua y más ZP, son todos lo mismo, todos amigos, residentes en sus casas y militantes del único verbo aceptado. Maragall era el verbo suelto, Clos y sus aburrimientos era el puntal de otra forma de entender el socialismo, y juntos formaban la telaraña de una extraña, seductora y renovada complicidad. Su desaparición reduce al máximo los espantos taquicárdicos del PSC. Pero también deja en mínimos el carácter heterogéneo que permitía aunar almas distantes. Más disciplina, más control, quizá más seriedad, pero menos imaginación, menos libertad y mucho menos consenso. ¿Será un buen cambio?

Pilar Rahola es escritora y periodista. www.pilarrahola.com

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