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La derrota de ETA

Tengo en San Sebastián un vecino de barrio que me insulta cada vez que me cruzo con él por la plaza del Buen Pastor. El insultador tiene un catálogo que va desde los improperios autóctonos hasta otros que se pueden oír en cualquier otra parte de España. Hay que decir que este sujeto malencarado siempre incluye en sus invectivas alguna nota editorial. A comienzos del alto el fuego me decía que aprovechara, que ahora había paz, pero últimamente me dice que nos va a caer una gorda. Desconozco el nivel exacto de vinculación de este individuo con los terroristas, pero tengo la sensación de que se limita a repetir lo que oye en casa, lo que escucha decir en esa enorme secta, amalgamada durante años por la muerte ajena, en que se han convertido los violentos en la Comunidad Autónoma vasca.

Como no me ha gustado nunca que los análisis me los hagan otros y, menos aún, si los otros son violentos, les cuento cómo veo yo las cosas en este córner del Cantábrico.

Tres años largos sin asesinatos han incorporado la ausencia de muertes a nuestras vidas hasta convertir en feliz rutina lo que nunca debió de ser otra cosa. Hay un clima generalizado de esperanza y cautela, un deseo de que ésta sea la buena y la certeza de que el tiempo del terrorismo que hemos sufrido en España ha terminado.

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Sigue habiendo episodios de violencia callejera y un exceso de protagonismo informativo del mundo violento, pero con ser esto peligroso y aburrido no se puede comparar, en ningún caso, con la tregua anterior, cuando no nos mataban, pero no nos dejaban vivir.

Los movimientos cívicos y algunos medios de comunicación hemos conseguido el desprestigio social de la muerte y hoy es prácticamente imposible escuchar aquellos bramidos de "ETA, mátalos", que durante los años ochenta, y parte de los noventa, alfombraban nuestras calles de continuo.

Hay una fatiga de los materiales entre los violentos, por la eficacia policial y también con la constatación del fracaso de una generación que lleva pegando tiros, u ordenando pegarlos, desde que tenía veinte años, y ve cómo se acercan a los sesenta sin haber conseguido ni uno solo de sus objetivos, en un clima de creciente aislamiento y desprestigio y desbordados por otros terrorismos.

Estamos en un momento en el que los violentos pretenden poner en pie un discurso legitimador que justifique que tanta sangre, tanto dolor, tanta tristeza, y también tanta cárcel, han sido necesarios; mientras que buena parte de la sociedad sólo aspira a que le dejen en paz, vincula ausencia de atentados con resolución del problema y puede estar más dispuesta a hacer ciertas concesiones políticas antes que a ver a asesinos como Francisco García Gaztelu por la calle. Máxime después del derroche de inhumanidad y ausencia de empatía desplegado por este antiguo enfermero en los juicios por sus múltiples asesinatos. Hemos pasado de la paz por presos a la paz con alguna recompensa.

El Gobierno hace bien en explorar, en implicarse y en arriesgar para tratar de cerrar tantos trienios de sangre. Es su obligación, además de su apuesta. Pero tiene que ser consciente de cuánto se expone en esa operación, dada la proverbial deslealtad de los violentos y su locuacidad a la hora de contar reuniones supuestamente discretas.

La oposición parece haber delegado buena parte de su capacidad de análisis en los violentos. Da por buenos sus diagnósticos y bravatas, sostiene machaconamente que ETA nuncamiente -y que el Gobierno, sí- y parece siempre dispuesta a engordar el discurso ganador de la banda hasta un punto que ni los propios terroristas se creen, a juzgar por sus comunicados.

Los que dirigen la estrategia del PP confirman cada día que de colaboración con el Gobierno, nada de nada, y de atizador del clima de crispación, en comandita con algunos medios, todo lo que haga falta y dos huevos duros.

Estoy convencido de que estamos ante el final del terrorismo. Se trata de que en este momento, sobre todo los que hemos sufrido sus consecuencias durante años, seamos capaces de poner en pie un discurso ganador, ganador de la democracia frente a quienes han sido derrotados en su intento de destruirla. De la misma forma que en los tiempos de la transición se instaló el discurso del consenso, como un antídoto contra los extremismos y la vuelta al pasado, ahora debería quedar clara la verdad: que ha ganado la democracia.

Para ello, los que han asesinado tienen que dejar de hacerlo sin que el resto sintamos que nos hacen un favor por el que tenemos que pagarles; tienen que renunciar definitivamente a la violencia, aceptar la ley de Partidos y ser legales, en todos los sentidos, sin entender que eso es una derrota y sí un triunfo. Tienen que asumir la frustración como algo inherente al hacer política, pisar la realidad, bajarse del narcisismo inherente al terrorismo y, con sorbitos de metadona, asumir que el mañana no les pertenece.

En este contexto, resulta muy significativa la que podríamos llamar lucha de clases en el seno del nacionalismo. El PNV le recuerda a ETA, día si y día también, algo insoportable: nosotros (el PNV) acertamos al apostar por la vía estatutaria; ustedes (ETA), que nacieron para sustituirnos, se equivocaron al seguir con la violencia cuando llegó la democracia. HB arremete de forma obsesiva contra Aralar, su escisión desapegada de la violencia, contra EA y contra la Izquierda Unida vasca (EB). Hemos pasado de la guerra de posiciones a la guerra de movimientos y HB quiere recuperar los votos centrifugados a derecha e izquierda.

Estamos ganando al terrorismo, la democracia española ha derrotado a quienes inauguraron su delirio etnicista de patria asesinando a policías. Se trata de que nos lo creamos, de establecer ese discurso ganador, de no cometer ahora errores en los que antes no se incurrió.

Se trata de que el Gobierno actúe con cautela y de que la oposición recupere la memoria y tenga claro quién es el enemigo a batir. Se trata de poner en limpio la derrota del terrorismo.

José María Calleja es periodista, autor de Algo habrá hecho: odio, miedo y muerte en Euskadi.

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