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Reportaje:MARRUECOS 02 | CRÓNICAS DE LA VIDA

Tren nocturno a Taza

Hanifa aún no sabe si su pretendiente, el policía celoso, se enteró de su excursión a las playas de Saïdia porque se lo contaron los agentes de la secreta encargados del control de extranjeros o si tal vez fue el taxista, un hombretón que combatía los 42 grados de calor con unos pantalones de pana gorda, quien finalmente se fue de la lengua, pero lo cierto es que se enteró. El teléfono de la muchacha, sin cobertura durante el periplo por la frontera con Argelia, ardía a su regreso a Oujda. Ella lo intentó sofocar con buenas dosis de verdad. Sólo había invitado al turista a merendar sardinas sobre papel de estraza y a presenciar un espectáculo de serpientes cansadas, pero no funcionó. Ya de noche, en el andén del ferrocarril con destino a Taza, Hanifa se vuelve pesimista por primera vez en toda la jornada. Dice que quizás si fuera hombre sus proyectos tendrían algún futuro, pero que todavía está por llegar el día en que una mujer pueda sentarse sin llamar la atención en la terraza de un café de Oujda.

La estación está vacía; ningún tren volverá a pasar por aquí esta madrugada
En un cibercafé, dos muchachas de 18 años, cubiertas por el velo, se inclinan sobre un ordenador
A principios de los ochenta, la renta española ya cuatriplicaba a la marroquí

-Tal vez en Rabat o en Casablanca, sí, pero aquí no... Todavía no.

El tren sale puntual hacia Taza. Es el mismo ferrocarril -limpio, barato, seguro- que a lo largo de la noche parará por Fez y Mequinez para desembocar, ya de amanecida, en Rabat. El maquinista no deja de hacer sonar la bocina en toda la noche. El revisor, que aparecerá encendiendo la luz del compartimento donde dormitan seis viajeros, no acierta a justificar por qué este tren parece una ambulancia. Se compromete a trasladar la pregunta al maquinista. Regresa a la media hora, encendiendo la luz de nuevo y volviendo a despertar al pasaje. Su sonrisa anticipa que trae noticias. "Dice que lleva 10 años de maquinista y que todavía no sabe si éste es un país de sordos o de suicidas que se arrepienten en el último momento, pero que son muchos los transeúntes que sólo se quitan de la vía cuando el tren ya está casi encima. Así que, si quiere dormir esta noche", agrega el revisor de su propia cosecha, "póngase tapones en los oídos... o pregúntele a su vecino de asiento cómo lo consigue". El vecino en cuestión resulta llamarse Mohamed y no estar tan dormido como parecía. Escucha la conversación y sonríe.

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Mohamed debe medir 1,80 y no es delgado precisamente. Sale al espacio entre vagones para fumarse un cigarrillo. Dice que está molido. Lleva todo el día en el tren, acarreando nietos de un extremo a otro del país. Su historia resumida es que partió de Salé, la ciudad vecina de Rabat, a las siete y media de la mañana y llegó a Oujda a las cuatro y media de la tarde. Allí dejó a la hija pequeña de uno de sus hijos y, a las nueve de la noche, sin tiempo casi para estirar las piernas, volvió a coger el mismo tren de regreso a Salé, esta vez acompañado por un nieto adolescente. Más de mil kilómetros en 24 horas. "Tengo tres hijos", cuenta Mohamed, "y los tres trabajan en Europa, gracias a Dios. El que viene conmigo ahora", refiriéndose al chavalote que dormita en el otro compartimento, "es hijo del mayor, que vive en París y que este año no ha podido venir. Lo ha mandado a Marruecos en el coche de una familia amiga para que pase unos días con su abuela y conmigo. Se llama Philipe, porque su madre es francesa, pero no crea usted que es el nombre lo que más extraño se me hace". Será por el cansancio, o por la luz mortecina del vagón, o tal vez porque no puede haber mejor confesor que un extranjero que se baja para siempre en la próxima parada, el caso es que Mohamed decide liberar su angustia. Con el permiso del revisor -un amigo a estas alturas del viaje-, se instala en uno de los compartimentos vacíos de primera clase. Estira las piernas y empieza a contar su historia con una pregunta.

-¿Ha visto usted a mi nieto? Tiene 13 años. Y seguramente que en su país parecerá un chaval normal, incluso aquí, si uno se pasea por los barrios más caros de Rabat, encontrará a otros como él. Pero esta tarde, en Oujda, me ha parecido estar dándole un beso a un extraterrestre. La verdad es que debemos hacer una pareja curiosa mi nieto y yo...

Mohamed viste chilaba y calza babuchas. La barba de dos días envejece su rostro de 64 años. Philipe lleva un pantalón vaquero de talle bajo que deja al descubierto la marca de sus calzoncillos. De sus orejas cuelgan los auriculares blancos de un pequeño iPod. La camiseta, Nike. Las zapatillas, Adidas. "Y lo de menos es la ropa", razona el abuelo, "lo peor es que no se siente de aquí. Su padre, y no lo culpo, no ha sido capaz de inculcarle los valores de nuestra cultura. No hablemos ya de la religión o del idioma, porque no es capaz de decir cuatro palabras en árabe... Esta vez ha venido obligado, pero con la edad que tiene no creo que sea el mejor sistema. O consigo que se lo pase muy bien, o será la última vez que venga a Marruecos. Y no sé qué podemos tener en común mi nieto y yo. ¿Qué le puedo ofrecer en Salé que no tenga en Francia?

El tren llega a Taza 20 minutos después de la medianoche. El abuelo desconcertado dice adiós desde el tren y se lleva la mano al pecho. También el revisor se despide. El viajero buscará en sus dos guías turísticas si hay un capítulo aparte, o al menos un párrafo, dedicados a la amabilidad o siquiera a la buena educación de los marroquíes, un aspecto que no dejará de llamarle la atención durante todo el viaje. Como muestra valga el hecho de que, aunque casi todo el mundo dispone de teléfono móvil, prácticamente nadie lo utiliza a voces, y desde luego no dentro de un compartimento de tren, algo que agradecerían sobremanera los clientes habituales del AVE entre Madrid y Sevilla. La búsqueda de unas líneas sobre los buenos modales del marroquí de a pie resulta inútil. Sí se encuentran, por el contrario, innumerables advertencias sobre "virtuosos del timo" y "carteristas expertos con los dedos muy largos", sobre "hombres bien vestidos y de aspecto amable que merodean cerca de las estaciones y se prestan a ayudar al extranjero". La estación de Taza está vacía -ningún tren volverá a pasar por aquí esta madrugada- y no hay taxis esperando en la puerta. Tampoco hay manera de llamarlos por teléfono. El viajero se ha entretenido lo justo para que en todo el recinto sólo quede ya un hombre -"bien vestido y de aspecto amable"- que se dispone a montarse en su coche.

-¿Sabe si puedo conseguir un taxi?

-¿Hacia dónde va?

-Hacia el hotel Friouato.

-Está un poco apartado, pero yo le llevo.

Durante los 15 minutos de trayecto, el turista, aleccionado por las guías, no sabe qué pensar. Taza se muestra como una ciudad presa del abandono, donde casi todos los edificios parecen cortados por la misma tijera y recuerdan demasiado a aquellos bloques con las escaleras al aire libre que el llamado patronato de casas baratas construyó en los barrios de las ciudades españolas a mediados del siglo pasado. Por aquellos tiempos, España y Marruecos tenían muchas más cosas en común que ahora. En 1956, año de la independencia, apenas había diferencias entre el nivel de vida de un campesino del Rif y uno de Andalucía. Pero a principios de los ochenta, la renta española ya cuadriplicaba a la marroquí. Como un atleta sorprendido por el cambio de ritmo de un rival que consideraba parejo, el marroquí ha venido presenciando, con una mezcla de fascinación e impotencia, cómo su vecino del norte se alejaba hacia el progreso, seguro de sí mismo, sin siquiera mirar para atrás. A resultas de esto, la huella española es ya muy borrosa. El castellano está en franco declive en la zona del Rif, pero también el francés -aunque de forma más lenta- pierde terreno con respecto al árabe en el resto del país, sobre todo entre las clases más desfavorecidas. Una de las causas más fáciles de comprobar es que, gracias a las parabólicas que ahora inundan el país, la cadena saudí Al Yazira triunfa en todos los televisores. El hotel Friouato aparece al fin. El vecino de Taza ayuda con la maleta al recién llegado. Éste le intenta agradecer el favor con unos cuantos dirhams. No hay manera. El hombre bien vestido y amable, un sospechoso en toda regla, se niega en redondo.

Taza no desmiente su aspecto con la llegada del sol. Las murallas del siglo XII que circundan la medina están a punto de desplomarse y un paseo de una hora es suficiente para pasar varias veces por el mismo lugar. Junto al hotel L'Étoile, propiedad de Joaquín Hurtado de Mendoza, de 73 años, hijo de españoles y padre de marroquíes, está el cibercafé Abbas. En su interior se rompe el paisaje. Taza es como Oujda pero sin frontera, y por tanto sin contrabando, y por ende sin gasolina barata ni trajín de estraperlo. Tampoco dispone Taza de los oasis modernos, hoteles de cuatro y cinco estrellas que florecen por el resto del país haciendo posible cualquier espejismo -también los que la moral aquí rechaza- a cambio de sus correspondientes dirhams. Sin embargo, dentro del cibercafé, dos muchachas de unos 18 años, cubiertas por el velo, se inclinan sobre un ordenador, hermanándose en tiempo real con millones de jóvenes como ellas en el resto del mundo. La única diferencia tal vez sea la apariencia de la máquina. En Marruecos -economía obliga- se cuidan los ordenadores como en Cuba los coches. Se podría decir que estas muchachas están tecleando ahora sobre un Chevrolet del 55. Según la escritora marroquí Fátima Mernissi, premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2003, "en una ciudad donde las chicas se pasan horas en los cibercafés de barrio leyendo las secciones matrimoniales de la Red, habrá que resignarse a creer que el hecho de llevar velo, por ejemplo, tiene más que ver con la representación social que con la devoción". Las risas de las muchachas se oyen desde la calle, desierta a esta hora de la tarde en que el calor aprieta en Taza. Como queriéndole dar la razón a la escritora, en la pantalla del ordenador tienen abierto el Messenger de Hotmail y chatean con alguien que quizás esté a un montón de kilómetros.

-En París.

Naya es la más resuelta. Vive y estudia en Fez, pero estos días está en Taza visitando a una amiga. "Estamos hablando con dos chicos franceses que conocimos a través de Internet", explica, "pero ahora los estamos engañando un poquito y por eso nos estábamos riendo. Les hemos dicho que estamos en París y están deseando quedar con nosotras. Qué tontos...". La Red se utiliza en Marruecos para buscar trabajo y maridos virtuales, pero también para vender alfombras, aunando de forma exquisita el pasado y el futuro. Fátima Mernissi tiene una curiosa teoría sobre eso.

-Después de entrevistar a los expertos en Internet de Marraquech, he descubierto algo sorprendente: en la mayoría de los casos, sus madres dominan el arte milenario del tejido o del bordado. Mi hipótesis es que existe un vínculo entre la tradición textil de las madres y la destreza de los hijos para comunicarse en la web.

El ferrocarril se detiene en Temara. Lo habrá hecho antes en Rabat y lo hará enseguida en Casablanca, allí donde el Marruecos más satisfecho hojea Le Monde, se baña en playas privadas y conduce relucientes Mercedes. Pero es en esta ciudad de aluvión donde el joven rey tiene uno de sus grandes desafíos. En 1994 vivían aquí 162.000 personas, y ahora, según los cálculos de Mo Rejdali, el alcalde islamista, deben andar ya por las 250.000. De ellas, 100.000 viven en chabolas. En uno de esos poblados sucesivos llenos de desperdicios, hornos de pan excavados en la tierra y antenas parabólicas, vive Fátima. Debe tener cuatro o cinco años y probablemente ningún juguete, pero su sonrisa se sobrepone a las imágenes que la rodean. La de un vecino ultrarreligioso que estuvo encarcelado más de un año después de los atentados de Casablanca y que, tras ser puesto en libertad, obliga a su hija adolescente a vivir sepultada bajo una tela negra que sólo le deja libre los ojos. La de un vendedor motorizado de sardinas a punto de caducar. La de una niña que morirá si sor Josefina Medina, una hija de la caridad española que lleva más de una década ayudando a los habitantes de las chabolas, no consigue a tiempo los 1.000 euros que cuesta una válvula para su cerebro enfermo.

Al regresar del Marruecos que no sale en las guías, el de la amabilidad antigua de la gente y la sonrisa de Fátima, el viajero se acuerda de una pregunta que le hizo Hanifa aquella tarde en la frontera con Argelia. Hablaba de su país con pasión, un país donde los jóvenes españoles pueden ver en directo cómo se vivía en España hace 50 años sin recurrir al No-Do ni a Cuéntame. Donde el pasado es una abuela que teje una alfombra y el futuro lo representa su nieto buscando clientes en el cibercafé del barrio.

-Y entonces -se preguntaba Hanifa-, ¿tú por qué crees que a los españoles les interesamos tan poco?

Un grupo de viajeros sube al tren en la estación de Taza con destino a Fez.
Un grupo de viajeros sube al tren en la estación de Taza con destino a Fez.PABLO ORDAZ
Vendedor ambulante de sardinas.
Vendedor ambulante de sardinas.P. O.
Sor Josefina, monja española, en las chabolas de Temara.
Sor Josefina, monja española, en las chabolas de Temara.P. O.

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