Un clásico del género policiaco
El príncipe Zaleski nació para la literatura policiaca en 1895. En 1887 había nacido, también literariamente, Sherlock Holmes; en 1841, si no recuerdo mal, lo hizo el padre de todos los detectives, Auguste Dupin. Los tres coinciden en un mismo método: la deducción. Los tres son capaces de resolver un intrincado enigma policial sin aparecer por el lugar donde se ha cometido el delito, pero, de los tres, el más reacio a salir de casa es el príncipe Zaleski, en lo cual se parece más bien a un detective muy posterior: el Nero Wolfe de Rex Stout, sólo que en vez de habitar en una casa en Nueva York en cuyo ático se encuentra un impresionante jardín de orquídeas, habita en una imponente y medio abandonada mansión en una de cuyas estancias, "una bizarrerie de lustre y penumbra a medio camino de la rareza", el príncipe retirado del mundo recibe tendido en una otomana, entre vapores del cannabis sativa, junto a una momia egipcia con la cara descubierta y sonriente. Más decadente no puede ser el personaje.
EL PRÍNCIPE ZALESKI
M. P. Shiel
Traducción de Eduardo Iriarte
Edhasa. Barcelona, 2006
224 páginas. 17,50 euros
M. P. Shiel, autor de novelas fan
tásticas, creador de espacios oprimentes tan notables como el que se describe en La nube púrpura (Reino de Redonda, 2005), se apoyó sin duda alguna en el Auguste Dupin de Poe para crear a su detective. (Por eso es, en su primera juventud, una revelación decisiva, pero alguno de los relatos debe mucho, estructural y ambientalmente, a Conan Doyle). El presente libro consta de tres relatos centrales y otros tres -el último de ellos inconcluso- rescatados y retocados por John Gawsworth. Los tres primeros son los que llamaríamos el corpus central frente a los tres últimos, más ligeros, pero igualmente ingeniosos. En los primeros, el comienzo es siempre el mismo y marca de la casa: Shiel, que actúa de narrador con su nombre, encuentra un asunto misterioso, solicita audiencia a Zaleski, recibe un lacónico telegrama en el que se dice simplemente: "Venga" y se pone en marcha. Llega a la imponente mansión, atraviesa caballerizas y capilla vacías, salas abandonadas, pasillos interminables, sube a una torre y allí encuentra a Zaleski con su narguile que le recibe comentando sus descubrimientos de orden científico o filosófico y hasta mucho después no se habla del asunto que ha llevado allí a Shiel; entonces, una vez expuesto, Zaleski se entrega a sus deducciones y soluciona asombrosamente el misterio.
De los tres misterios, el verdaderamente fascinante es el tercero, titulado La S. E., un verdadero tour de force filológico-histórico en la mejor tradición de la lógica deductiva policiaca; y no le van a la zaga los otros dos, en especial el primero, una atractiva historia de maldición familiar. En cuanto a su característica vida sedentaria hay que señalar dos excepciones: en La S. E. Zaleski abandona la otomana para ir nada menos que a Londres (aunque regresa agotado y no es para menos después de una navegación por el Támesis y de ser narcotizado por una secta fanática) y en el segundo de estos tres últimos se desplaza a una finca vecina para resolver un doble asesinato. El clima general es el de la mejor tradición del nacimiento del género y los amantes de lo policiaco lo van a disfrutar. El otro aspecto interesante del libro es su estilo. Shiel es un hombre muy culto (un culo inquieto también) y no desdeña mostrar sus conocimientos aplicados a la rigurosa, exquisita y estéticamente elitista formación intelectual de su personaje. Para ello utiliza una construcción lingüística tan recargada como el conjunto de los conocimientos del príncipe. Creo que un ejemplo bastará para dar el tono al lector; lo que sigue se refiere al suicidio, al suicida: "Igual que una doncella rebosante, abrumada por su virginidad, cede medio desvanecida ante la fuerza íntima y morbosa de su deseo, con desvanecimientos y fuegos lascivos de esa misma índole, el alma, agotada por la continencia de vivir, cede voluntariamente a la tumba, y en adulterio hace de la Muerte su amante". No está nada mal como modelo de rebuscamiento conceptual, pero, al mismo tiempo, la mezcla de decadentismo y precisión es extraordinaria.
Tampoco faltan aproximaciones a la actualidad, como suele suceder en esta clase de cuentos. El lector de La S. E. encontrará en seguida referencias al progreso (la ciencia médica, dedicada a salvar enfermos, es contrapuesta a la concepción espartana de lo sano, lo que nos acerca peligrosamente a cuestiones de perfeccionismo racista), pero también acepta una lectura con referencia al terrorismo y Al Qaeda. Pero sea como sea, el libro pertenece a la fundación del género, como decíamos al principio, y tiene todo el color, sabor y la solera de un clásico que merece la pena descubrir.
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