"Hemos intentando cumplir siempre con la ley"
Tiene 37 años y la piel no tan blanca como en su adolescencia. Loreta Demidova vivía entonces en una zona rural de Lituania, al norte de Vilna, donde el paisaje y el clima son diametralmente opuestos a los de Tortosa, a los pies de los Ports, donde está la finca que explota. "Seguramente hubiera subsistido allí", dice en un perfecto castellano, aunque con los 150 euros al mes que ingresa un trabajador medio no podría más que apurar la paga para los gastos básicos. Todo el dinero que ganaban ella como carnicera y su marido como empleado de un matadero ya estaba gastado antes de cobrarlo. Ahora, esta madre de familia es una tortosina más, una de las pocas mujeres que en Cataluña se ganan la vida exclusivamente en el campo.
"En Lituania los sueldos son miserables, pero quizá hubiera subsistido"
La historia de Loreta es la misma que la de miles de personas que llegan cada año para buscarse un futuro mejor. Llegó hace siete años para la campaña de recogida de fruta en Lleida. Unos amigos le hablaron de la posibilidad de continuar trabajando en Benicarló, al norte de Castellón de la Plana, y ahí fue. Desde que llegó, siempre se ha dedicado a la agricultura, y ahora lo hace en Tortosa, en unas fincas de Joan Montesó, un agricultor que ha ido subiendo escalafones en el sindicato Unió de Pagesos y ahora es el coordinador sindical de las comarcas del Ebro. "El relevo generacional en el campo es cada vez más difícil", dice con resignación.
Quizá por esto ha contratado a Loreta, que le lleva desde el tractor hasta la poda de los olivos. Su marido es transportista de rutas internacionales. Ella se ha convertido en la mujer de confianza en la finca de Montesó, que prácticamente le ha delegado todas las responsabilidades. Ahí coincide con una auténtica ONU: subsaharianos, rumanos, colombianos... y los marroquíes, que no acaban de aceptar que sea una mujer quien les dé las órdenes de trabajo.
Se siente satisfecha, completamente convencida de haber acertado en la decisión de abandonar su tierra y viajar 3.200 kilómetros por carretera -entró en la Unión Europea por Polonia-. "Allá los sueldos son miserables", dice. Aquí sus dos hijas van a poder estudiar lo que quieran y la menor, de cuatro años y medio, es ya una catalana más de hecho porque nació aquí. La mayor tiene 15 años, y a su madre no le hace ni pizca de gracia que salga hasta la madrugada. Hablan en lituano en casa, aunque Loreta sabe que sus hijas irán apartando el idioma materno a medida que vayan pasando los años. Las visitas anuales a Lituania sirven para mantener el contacto y la lengua, pero para las pequeñas puede más la actividad cotidiana en el colegio, los amigos. Loreta conserva un librito de autodefinidos y pasatiempos variados en su lengua. Y el café, con poso y de sabor intenso, parecido al café turco, que es el que se toma en Lituania.
Loreta es rubia, alta. El prototipo de mujer centroeuropea. Sin embargo, ha sentido el rechazo que, asegura, tiene una minoría hacia todo lo extranjero. Ocurrió en un supermercado. Una tontería: no le dieron bolsas, pero fue suficiente para sentirse despreciada y no volver más. "Hemos intentado cumplir siempre con la ley", señala, y prefiere no hablar mucho de los clanes mafiosos de la Europa del Este, que los hay, y de los que quiere mantenerse lo más alejada posible. Ellos, las mafias, tratan de ganarse la vida controlando la vida de los inmigrantes, haciéndolos trabajar y cobrarles por ello. Una red de extorsión de la que ha conseguido quedar al margen.
Habla poco. "Pero no es por nada, es que son así", dice Montesó. "Vosotros habláis demasiado, por cualquier cosa", responde ella, con una de sus cada vez más habituales sonrisas. En Lituania, el carácter es como el clima. De hecho, no existe algo que pueda llamarse comunidad lituana de Tortosa, pese a que son una veintena. Se conocen todos, pero no se reúnen habitual y periódicamente como hacen otras culturas.
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