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Columna
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Encontrada en la calle

No todos los caminos de este Madrid deshabitado de agosto conducen hoy a La Paloma, donde anoche se habrá vivido su famosa y popular verbena entre olores a churros y a fritanga, pero el Madrid cosmopolita no se agota en sí mismo y ofrece también esa otra vertiente tradicional y pueblerina que, lejos de estar desvinculada de su modernidad, es posible que forme parte natural de ella. El casticismo de la verbena de La Paloma no se puede asegurar que sea sólo cosa de antiguos con capa y no también de jóvenes sin capa y con botellón, adaptados a la celebración verbenera de hoy. Tampoco es ésta una costumbre que rechace el inmigrante o el foráneo en general, como se puede comprobar si uno se da una vuelta por Lavapiés, Cascorro o las Vistillas en días como éstos. Ni siquiera le hacen ascos a los gallardetes, al organillo y a los barquillos los progres, trasnochados o no, en este tiempo tan dado al baúl de los recuerdos en el que se presenta lo viejo como nuevo con tanta frecuencia. Y hasta habrá modernos fascinados ante el toque kitsch del verbeneo, con sus chulapos y chulapas, y conversos a la zarzuela que busquen con mantón de Manila los escenarios de origen de la famosa pieza del género lírico que lleva su nombre, tan alabada ahora y repuesta.

No se puede asegurar que el casticismo sea sólo cosa de antiguos con capa

Y en cuanto a la Virgen misma de la Paloma, tampoco creo que sea cosa exclusiva de creyentes devotos, aunque también la devoción popular se satisfaga con la fiesta, ya que alcalde agnóstico y muy ilustrado tuvo esta villa, de nombre Enrique Tierno Galván, que gustó de resucitar los farolillos y andar con bastón de mando detrás del cuadro de Nuestra Señora, si bien con mirada algo cínica y no con la devota mirada de otro que le sucedió con el tiempo, llamado José María Álvarez del Manzano, y que se complació hasta el éxtasis siguiendo a la carroza que pasea el cuadro por Madrid cada 15 de agosto. Ya sé que esto de las vírgenes es, por religioso, dudosamente contemporáneo, pero no faltarán los estetas almodovarianos que vean en ello el encanto de lo anacrónico. La iconografía mariana está muy vinculada a la llamada cultura popular y en el lienzo de una Virgen de la Soledad, venerado primero con el nombre de la Paloma en un zaguán de corrala, y más tarde en los altares canónicos, muchos ven tanto Madrid como en la pagana Cibeles. Llega la cosa hasta el punto de que no falta quienes tengan por patrona de la villa a esta Virgen de barrio y marginal, y no a la que de verdad lo es, muy oficial y catedralicia, alojada en templo de lujo, es decir, Nuestra Señora la Real de la Almudena, ante la que se casa con tronío gente de sangre azul y es casada por preboste de la iglesia.

Creo, sin embargo, que la más aristócrata de todas es en su advocación la Virgen de Atocha, a la que no se le escapa dinastía que le haga ofrenda, ni criatura real que no le sea llevada para su bendición. Pero no se trata ahora de repartir vírgenes por clases sociales, ni dar por proletaria, y mucho menos por republicana, a la que hoy celebra Madrid. En todo caso, habrá que ver con la misma normalidad, si se quiere, a la gente sencilla rezando ante el cuadro de La Paloma que a los príncipes de Asturias llevando devotamente a su hija Leonor al santuario de Atocha.

Lo cierto es que como el casticismo de Madrid es un casticismo un poco vergonzante y afortunadamente retraído, y no termina en nacionalismo, la Virgen de la Paloma no corre el riesgo de politización de la catalana de Montserrat, de la valenciana de El Puig o de la vasca de Aranzazu.

Se deduce de todo esto que aunque la Iglesia asegure que toda Virgen es la misma, María de Nazaret, los nombres que le ponen y los fieles o infieles que la siguen son distintos y no por casualidad. Y si no que se lo pregunten a la zaragozana Virgen del Pilar, que vino en carne mortal desde su tierra natal a Zaragoza, viaje que por verosímil no desmiente ni siquiera Labordeta, y que además de capitana general es la más nacionalista de todas. La Virgen de la Paloma es sencillamente una virgen de barrio que a punto estuvo de acabar a la venta en un puesto del Rastro, si es que entonces lo había, y encontrada en la calle fue salvada de la basura por el alma devota de la pobre Isabel Tintero, que no tuvo pretensiones de subir a los altares ni esperaba que su cuadro acabara tan alto que tuvieran que bajarlo cada año de los altares los mismísimos bomberos.

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