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Alto el fuego en Oriente Próximo

Decenas de miles de libaneses colapsan las carreteras para regresar a sus casas

Milicianos chiíes reparten banderas y folletos sobre el riesgo de minas y obuses sin explotar

Guillermo Altares

El signo más evidente de que las cosas habían cambiado en el sur de Líbano es que, cerca del río Litani, en un territorio que hasta el domingo por la noche estaba desierto, sobrevolado por la amenazante presencia de los aviones no tripulados israelíes, un tipo se paseaba tranquilamente en su destartalado Mercedes con una gigantesca bandera amarilla de Hezbolá sobre el techo. Decenas de miles de libaneses, en su inmensa mayoría refugiados, regresaron ayer a sus casas horas después de la entrada en vigor de la tregua.

Este éxodo hacia el sur provocó un atasco descomunal en las bombardeadas carreteras de Líbano, prácticamente vacías hasta la pasada madrugada. Pero no importaba: por carreteras secundarias, por el arcén, en sentido contrario, por caminos en construcción, por mitad de los pueblos, por la montaña, pese a los cuellos de botella provocados por los puentes arrasados y los imponentes socavones, los libaneses se lanzaron hacia sus casas.

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El Gobierno no ha proporcionado cifras oficiales, pero es más que posible que este éxodo se prolongue durante varios días: una cuarta parte de los cuatro millones de libaneses abandonó su hogar durante los 34 días del conflicto. Algunos se fueron a Siria, pero muchos se han quedado en el país, en el norte o en los barrios considerados seguros de Beirut; de hecho, muchas familias estaban refugiadas a escasos minutos en coche de sus viviendas.

Un portavoz de Naciones Unidas, Khaled Mansur, explicó que su organización tampoco disponía de cifras, pero que habían hecho un recuento casero en Beirut: cada hora salían unos 1.100 vehículos, lo que representa un mínimo de 60.000 personas sólo desde la capital.

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Muchos libaneses se lanzaron a los caminos del norte, también desde Siria o el valle de la Bekaa. Los barrios arrasados del sur de Beirut se vieron sumergidos en un inmenso atasco, a pesar de que unas pocas ruinas todavía humeaban. Algunos habitantes se aventuraron hasta sus pisos en edificios con la fachada en ruinas.

"Hemos ganado, hemos ganado", gritaba un joven en medio del atasco, que comenzaba poco antes de llegar a Sidón, la población del sur que se vio menos afectada por los ataques israelíes, pero a partir de la que comenzaba la tierra de nadie. Cerca del Litani, el río que divide la franja sur del país que estará bajo el control de los soldados libaneses y de las tropas internacionales, la emoción comenzaba a notarse. Pese a que muchos desplazados desconocían el estado de sus propiedades y que la posibilidad de que hubiesen sufrido daños era muy elevada, el ambiente general era de alegría.

Ante la ausencia de puentes no bombardeados, los desplazados cruzaban como podían el cauce gracias a unas planchas metálicas. La presencia de soldados libaneses y agentes de la gendarmería era numerosa, aunque su eficacia para tratar de imponer un poco de orden en el caos de las vías dejaba mucho que desear.

Mahdi, un muchacho chií de 14 años, se bajó de su coche para saludar a los pasajeros de un minibús, del mismo pueblo que él, situado muy cerca de Tiro. "No sé cómo estarán nuestras casas, pero nos hemos puesto en marcha en cuanto ha empezado la tregua. Queremos llegar cuanto antes y ya veremos lo que encontramos", señala Mahdi, que viaja junto a su familia. La caravana tenía también algo de desafío. Muchos coches llevaban banderas de Hezbolá, que sus militantes repartían durante el recorrido, o fotos del jeque Hasan Nasralá. "Son para los comandos, para Hezbolá", asegura el conductor de un camión cargado de patatas y frutas que, bajo el sol abrasador, olían a varios metros de distancia.

La mayoría de los coches eran los clásicos Mercedes de Líbano, de los años setenta, con las colchonetas en el techo, el maletero lleno a rebosar y las extensas familias chiíes apelotonadas en los asientos (uno llevaba dos jaulas con jilgueros junto a las maletas y un generador). Pero en el atasco había vehículos de todo tipo: lujosos todoterrenos con el aire acondicionado a tope, destartaladas camionetas con familias enteras en la parte de atrás, cubierta por un toldo, cochambrosos coches, con la carrocería carcomida por la herrumbre, que parecía increíble que pudiesen circular. De hecho, las cunetas estaban llenas de vehículos con los radiadores reventados con la característica peste a goma quemada.

Pero el retorno también presenta numerosos peligros: no sólo los que esconden las propias ruinas, sino sobre todo las minas y los obuses sin explotar (se calcula que uno de cada seis, y se trata de una cantidad enorme de munición de todos los calibres). A la salida de Sidón, los militantes de Hezbolá no sólo reparten banderolas, sino también unos folletos verdes que advierten "sobre las minas y la munición sin explotar". Nadie se daba la vuelta, ni por las bombas, ni por la fragilidad de la tregua, ni por las horas de atasco, ni por los socavones.

Cientos de vehículos de familias libanesas que regresan al sur del país esperan para cruzar un puente destruido.
Cientos de vehículos de familias libanesas que regresan al sur del país esperan para cruzar un puente destruido.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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