Guerra sin cuartel
Los combates son más encarnizados que nunca en la guerra de Líbano. Los renovados bombardeos israelíes siguen destruyendo infraestructuras, paralizando prácticamente la ayuda humanitaria y causando nuevas víctimas civiles, esta vez en la frontera con Siria. Los cohetes de Hezbolá llueven sobre territorio enemigo, algunos hasta 80 kilómetros en el interior de Israel, y siguen matando inocentes. Todo sugiere que, tras la vacilación inicial, Tel Aviv se ha decidido finalmente por el control de una amplia franja de seguridad en el sur de Líbano, que podría llegar hasta el río Litani. Como muestran los enfrentamientos de ayer entre la infantería israelí y los milicianos chiíes, el precio es la multiplicación de la cifra de muertos.
Tan alarmante como la escalada bélica es la impotencia diplomática. La ONU no ha sido capaz en más de tres semanas de imponer el alto el fuego, perfilar el embrión de una fuerza de interposición en Líbano o abrir cauces de diálogo con Damasco o Teherán. La parálisis de Naciones Unidas resulta escandalosa, por más que un escarmentado Annan declarase ayer que el Consejo de Seguridad prepara dos resoluciones: una, sobre el cese de hostilidades; la otra, sobre un marco político a largo plazo. Parece que los miembros permanentes del Consejo hubieran asumido que no habrá tregua mientras Israel no considere acabado su trabajo. Algo similar puede decirse de la Unión Europea, comparsa en esta tragedia, y los arabescos semánticos de su comunicado tras la reunión extraordinaria el martes de sus ministros de Exteriores.
La guerra entra así en una nueva semana abandonada a sus dos actores principales, Israel y las milicias fundamentalistas chiíes, cuya feroz resistencia a uno de los ejércitos más preparados del mundo las eleva por momentos a la condición de mito en el mundo árabe. Algo que tendrá muy graves consecuencias en el arreglo de la posguerra, al igual que la absoluta impotencia del prooccidental Gobierno de Beirut, surgido del final del largo vasallaje sirio. La prolongación del conflicto, y con él las muertes de inocentes, el aumento del odio y el sufrimiento colectivo televisado en directo, lastra las oportunidades diplomáticas y desencadena fuerzas de difícil control. En la región resurge abiertamente ya un sentimiento antiisraelí a ultranza que puede hacer difícilmente gobernable el armisticio.
Líbano reduce definitivamente a cenizas aquel fantasioso megaproyecto de Bush, del que todavía se hablaba hace un año, según el cual en Oriente Próximo acabarían floreciendo las democracias. A Washington, encenagado en Irak en la antesala de una guerra civil que no sabe cómo evitar, su complacencia ilimitada con los excesos de Israel le ha acabado de enajenar casi cualquier predicamento que pudiera tener incluso entre los regímenes árabes más moderados.
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