Misterios de Holanda
Hay tres cosas que sorprenden de Holanda: que los frenos de la mayoría de las bicicletas se activan pedaleando para atrás, que el hachís que se expende en los coffee shops viene de ninguna parte y que hay barrios en que los homosexuales no pueden ir de la mano. Los dos primeros enigmas intentarán resolverse en el capítulo siguiente. Para el tercero, es conveniente conocer antes la historia de Cristian y Ronald.
Cristian Jara aterrizó en Holanda procedente de Santiago de Chile hace cuatro años, a los 23. Eligió Amsterdam al azar. Al llegar le explotaron en un restaurante argentino regentado por un iraní. La falta de dinero y de futuro, la falta de amigos, la falta del idioma y la falta del sol en los inviernos demasiado largos y en las primaveras sin primavera del norte de Europa le convencieron de que se había equivocado. Un día de depresión y lluvia se preguntó "Dios mío, pero ¿qué hago yo aquí?", y a punto estuvo de darse la vuelta o de probar en España. "Pero aguanté, y llegaron días mejores, y en una fiesta de puros latinos, hace dos años, conocí a Ronald. Ahora vivimos juntos. Y quiero quedarme en Holanda para siempre; bueno, para siempre no: que me entierren en Chile, para que mis hermanas vayan a verme al cementerio", comenta, mientras se toma una coca-cola en una terraza que da al río Amstel.
En otra parte de Amsterdam, Ronald y Cristian pasean de la mano. En Transvaburt no.
Las leyes de acogida de extranjeros se van haciendo cada vez menos flexibles
Ronald van der Valk, de 52 años, es serio, rubio, tímido, profesor de canto, holandés, cultísimo, pálido, organizado, con propensión algo maniática a planificar sus citas a veces con un año de antelación. Cristian es alegre, simpático, moreno, charlatán y despistado: aún está buscando una bicicleta que aparcó en una esquina de un canal una noche de borrachera de hace meses. No soporta que Ronald organice los viajes al milímetro. Y Ronald no tolera que Cristian hable a gritos en los restaurantes, algo que en Holanda, la verdad, está muy mal visto por todo el mundo.
Pronto los dos contarán con pasaporte holandés. Las leyes de este país permiten que las parejas de hecho (tanto homosexuales como heterosexuales) gocen de los mismos derechos que los matrimonios.
Viven en un bonito apartamento de dos plantas, con piano incluido y con montones de libros en muchos idiomas repartidos por las paredes, en un barrio de clase media-baja, a siete paradas de tranvía del centro, llamado Transvaburt. En cualquier otra parte de Amsterdam, Ronald y Cristian pasean de la mano y se besan en público. En Transvaburt, no. Cristian lo confiesa con un mohín de vergüenza. Ronald prefiere evitar que su relación con su novio y su condición de homosexual no sean muy explícitas a los ojos de los vecinos.
El hecho implica un enorme paso atrás en Holanda, el país de la tolerancia, de la libertad sexual y el "vive y deja vivir". "Es que en nuestro barrio hay muchos musulmanes marroquíes y, si nos ven, pueden insultarnos o pegarnos, y Ronald no quiere problemas", explica Cristian.
El 2 de noviembre de 2004, a las nueve de la mañana, en el barrio de Cristian y Ronald, el cineasta Theo van Gogh iba en bicicleta camino de su oficina cuando le salió al paso Mohamed Bouyeri, un joven musulmán nacido en Holanda, con doble pasaporte, holandés y marroquí, que le esperaba en la calle armado con un cuchillo y una pistola.
Van Gogh, descendiente del pintor, había abandonado los estudios de derecho por el cine. Su primera película, Luger, fue calificada por la prensa como "fascista y misógina". En su obra Sumisión, estrenada hacía poco tiempo, la protagonista aparecía con el cuerpo tatuado con frases del Corán. Por este corto, Van Gogh fue condenado a muerte por los extremistas musulmanes de su país. El joven del cuchillo y la pistola que le esperaba en la calle esa mañana se iba a encargar de cumplir la sentencia.
Bouyeri le arrojó un papel a la cara y después le disparó. Van Gogh, herido, intentó escapar. Pero el joven le persiguió y, con el cuchillo, le asestó varias puñaladas y le derribó. Después, con el cineasta en el suelo, le rebanó el cuello y le remató a tiros. Antes de huir clavó en el pecho del cadáver el papel que le había arrojado antes: una carta de cinco folios en la que justificaba su acción, profería nuevas amenazas y animaba a los musulmanes a que se alzaran contra los infieles. También apuntaba el nombre de una nueva víctima: la guionista del corto y diputada de origen somalí Ayaan Hirsi Alí, quien, por cierto, ha provocado recientemente la caída del Gobierno con su polémico episodio del pasaporte: la ministra de Inmigración se lo retiró en mayo -y con él, la nacionalidad- tras saber que Hirsi Alí había mentido al decir su nombre cuando entró en Holanda como inmigrante en 1991. Ante la repercusión planetaria del caso, le ha sido devuelto.
El asesinato de Van Gogh estremeció a Europa. Y sumió de golpe a la próspera, afanosa y tolerante sociedad holandesa en un desconcierto absoluto del que aún no se ha recuperado. Algo fallaba en el encaje hasta entonces aparentemente estable del millón largo de musulmanes que habitan en una Holanda de 16 millones de personas.
Las leyes de acogida de extranjeros, que desde finales de los años noventa se iban haciendo cada vez menos flexibles, se endurecieron aún más. Acabaron pillando a Hirsi Alí. Y a Ronald y a Cristian. El profesor de canto necesitó probar, a base de presentar fotografías de ambos y mensajes de correo electrónico intercambiados entre la pareja, que su relación amorosa con Cristian no funcionaba como una simple tapadera para que el chileno consiguiera el pasaporte. Convenció al tribunal de que su amor iba en serio. Por su parte, a Cristian, como a todos los inmigrantes en la actualidad, se le obligó a apuntarse a un curso de lengua y civilización holandesa para conseguir la nacionalidad. En eso está. "Aprendemos el holandés con preguntas y ejercicios que tratan de las costumbres de aquí. Por ejemplo: ¿qué comen los holandeses? ¿A qué horas? ¿Dónde debemos aparcar la bicicleta? ¿Qué día es el cumpleaños de la reina Beatriz? También nos ponen vídeos para explicarnos cómo se vive en Holanda: una playa con mujeres en top less. Un día nos llevaron al zoo, porque aquí el zoo es muy antiguo, y otro nos pasearon en barco por los canales para explicarnos la historia de la ciudad", añade.
La muerte de Van Gogh también revolucionó la vida del concejal laborista Ahmed Abutaleb, de 44 años. Desde aquel día lleva escolta. El único político local de Holanda que la lleva. Precisamente el concejal encargado de la integración y de los servicios sociales. Cuando se le pregunta por esa ironía responde con una mirada triste y una expresión en la cara que refleja más aburrimiento que desesperación.
Abutaleb es hijo de un imán. Nació en Marruecos. Llegó a Holanda a los 15 años. Y ha sabido hacerse un hueco en la sociedad holandesa. Estudió ingeniería. Y trabajó durante muchos años de periodista en la radio y en la televisión.
El viernes 14 de julio, el Ayuntamiento de Amsterdam celebró su último pleno antes de las vacaciones. Duró un día y medio. Abutaleb sale de él agotado. Tiene muy poco tiempo libre. Se queja de eso. Se sienta en un café, pide una coca-cola. Va al grano. Es musulmán, pero ha fustigado a sus correligionarios exigiéndoles lo que a él le parece natural e innegociable: respeto por la identidad holandesa. "Ellos se quejan de que no les dan trabajo. De que les discriminan. Es cierto: el paro para los hijos de marroquíes es cuatro veces más alto que para el resto de los holandeses. Y hay que combatirlo con políticas activas. Pero a cambio hay que exigirles que ejerzan el mismo respeto que ellos piden para el islam. Es necesario que respeten a las mujeres. Y a los homosexuales. En una palabra: que respeten a esta sociedad. Si no, lo que tienen que hacer es marcharse".
Por sostener cosas como ésa, a cada paso sigue amenazado de muerte. "No tengo miedo", sostiene, con el mismo hastío pintado en su cara. "Pero me ando con cuidado". Después termina de un trago la coca-cola y se levanta, y sigue con sus reuniones sobre integración, sobre vivienda protegida, sobre alfabetización "¿Sabe que hay un gran porcentaje de esos inmigrantes que no saben leer?", dice, antes de perderse, seguido de un paso por los dos guardaespaldas.
Muy cerca del Ayuntamiento, en la bulliciosa plaza de Rembrandt, llena de turistas, el prestigioso historiador Geert Mak aparca su bicicleta.
-Es una buena bicicleta -dice acariciando el sillín.
Es cierto. Además, en contra de lo habitual, tiene los frenos en el manillar.
Mak (altura media, pelo blanco despeinado, pinta de Einstein holandés y bonachón) ha escrito varios libros sobre la sociedad y la historia holandesas, y mantiene una teoría particular que aplica a los problemas de inmigración. Y la suelta casi de una tacada:
"No tengo mucho tiempo. Verá: el asesinato de Van Gogh, y el de dos años atrás, el del político Pim Fortuyn, en 2002, han sido un mazazo para los holandeses. Han sido incidentes, bien, pero está claro que no estábamos acostumbrados: el último asesinato político ocurrió en 1672, cuando una multitud enfurecida mató en La Haya a los hermanos De Witt, dos altos mandos del ejército a los que acusaban de haberse vendido a los ingleses".
"Durante el pasado, los holandeses nos hemos agrupado por religión o tendencias: católicos, protestantes, comunistas... Cada parte de la sociedad constituía un pilar diferente. Y todos se toleraban unos a otros. Pero ojo: la base de la tolerancia estaba en la indiferencia. Y en que, a la hora de las inundaciones, todos tenían que unirse para aguantar el dique. Holanda es un país ganado al mar, no lo olvide. Y esta lucha hacía que todos se necesitaran. Ahora bien, a partir de finales de los años sesenta, esto se destruye. Ya no hay pilares. Ya no hay lucha contra el mar codo con codo, porque hay un sistema de diques más fiable".
"La sociedad sigue siendo tolerante, con una tolerancia extrema que se basa, en el fondo, en una gran autodisciplina. Hay leyes ocultas: tú puedes beber, pero no emborracharte hasta el extremo que molestes; tú puedes fumar marihuana, pero no hasta el extremo de que tengan que llevarte en brazos a tu casa... Y a esta mezcla de disciplina y tolerancia, de anarquía controlada, propia de una civilización muy compleja, muy liberal, muy permisiva pero con muchas normas y leyes no escritas, llegan inmigrantes que no es que sean musulmanes, sino que proceden de aldeas, de unas sociedades muy poco urbanas. Hay mucha distancia entre unos y otros. Pero es algo que debemos superar: me avergüenza la política de expulsión de inmigrantes que últimamente está llevando mi país. Porque, en el fondo, el miedo a la globalización lo proyectamos sobre los inmigrantes. Al final, la tradición del internacionalismo triunfará. Y ahora me tengo que ir. Tengo muy poco tiempo. Hasta siempre".
El profesor Mak, nervioso, agarra su bicicleta y se pierde calle abajo.
Parece que todo el mundo tiene mucha prisa esta tarde espléndida de verano en Amsterdam.
Pero sólo lo parece.
Basta volver a los canales que ciñen la ciudad. Casi en la confluencia del canal Keizer con el Regulier, una familia descansa y toma el sol en la cubierta de su barco. Es una pinaza ancha de casi treinta metros, negra, roja y elegante. Él se llama Marcel, tiene 45 años y regenta un bar en una esquina cercana; ella, Anita, tiene 40 y trabaja en una oficina; el niño, Nick, tiene tres. El barco es su casa, y lo abren y lo muestran con una hospitalidad confiada y amable.
"Hace más de diez años era más barato comprar un barco viejo y arreglarlo que una casa. Eso hicimos. Queríamos viajar, estar cada mes en una parte, pero al final, y señala al niño, aquí nos hemos quedado, aquí tenemos el agua, la luz, el buzón de correos y la guardería de Nick", explica Anita.
La tarde se va deshaciendo muy poco a poco mientras Marcel, desde la cubierta de su barco-casa, explica su punto de vista sobre la transformación de Holanda:
-¿Conoce la Madurodam?
-No.
-Es una inmensa ciudad en miniatura que hay en La Haya y que gusta mucho a los niños: reproducciones a escala de casas, calles, el aeropuerto de Schiphol, los molinos... Todo muy bonito, todo precioso. Eso éramos antes del asesinato de Van Gogh: como un país de Madurodam, de juguete, precioso, de mentira. Ahora somos como todos: ahora ya estamos en la realidad. Pero cuidado: eso no significa que tengamos que cambiar nuestra manera de ser.
El sol casi se ha puesto. El reflejo de la luz de las farolas destella en el agua mansa y oscura de los canales, en los perfiles de los puentes. La ciudad -una ciudad de verdad- ha ganado con las horas belleza y silencio.
Marcel y Anita no se sienten muy diferentes por vivir en el canal. Nadie se lo hace sentir. Una manera muy civilizada -muy holandesa- de ser felices.
"¿Sabe?", dice Marcel, "Nick, el niño, se asombra cuando vamos a visitar a amigos y ve que viven en casas".
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