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La fuerza de la razón y la razón de la fuerza

A riesgo de pasar por "ridículo", "grotesco", "antiguo" y "paleto", y de incurrir en "gracietas de progre de pacotilla", según la sabia y ecuánime voz del jefe del principal partido de oposición -oposición que, dicho sea entre paréntesis, parece menos propia de una democracia europea que del filibusterismo de algunos Estados de ese Tercer Mundo que el señor Rajoy menosprecia y execra-, aventuraré unas pocas reflexiones sobre la guerra desigual y asimétrica que, como reflejo de la emprendida por Bush contra "el terrorismo internacional", opone Israel a Hamás, Hezbolá y a quienes les patrocinan, y de la que son principalmente víctima los civiles palestinos de la franja de Gaza y de las ciudades y aldeas de la casi totalidad de Líbano. Las crueles imágenes de la televisión hablan por sí solas, aunque muchos prefieran mirar a otro lado.

La situación creada en Oriente Próximo desde la proclamación del Estado de Israel en 1948 y su reconocimiento por Naciones Unidas como entidad independiente y soberana es demasiado compleja y contradictoria desde todos los puntos de vista como para ser despachada con fórmulas simples. Lo que en Europa se juzga como una respuesta necesaria al horror indecible del Holocausto -ese Holocausto que el actual presidente iraní se obstina ciegamente en negar- es visto en los países árabes de la región como una prolongación tardía y tenaz del colonialismo occidental. La consigna del movimiento sionista en las décadas que precedieron a aquel histórico acontecimiento -"una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra"- prescindía en efecto de la existencia de una población autóctona ajena a los sueños de los padres fundadores del nuevo Estado, una población -la palestina- sin responsabilidad alguna respecto a las expulsiones, pogromos y matanzas de judíos en la Europa cristiana, ya fuere en la España inquisitorial, la Rusia zarista o la Alemania nazi. Hubo, pues, una confrontación de visiones previa al establecimiento del nuevo Estado entre el mesianismo religioso o laico de quienes sobrevivirían luego a los campos de exterminio y el nacionalismo en cierne de la población palestina, sujeta primero al poder otomano y luego al mandato británico, para quien los colonos recién desembarcados en sus costas aparecían en su horizonte vital como indeseables intrusos.

Si tenemos en cuenta que dicha población no era en modo alguno responsable del antisemitismo europeo, nos hallamos ante una primera verdad molesta: los palestinos pagaron y pagan hoy -¡y de qué manera!- por nuestras pasadas culpas, y una admisión de dicha injusticia -algunos la han llamado pecado original- por israelíes y europeos ayudaría a sentar las bases de un diálogo con miras al reconocimiento mutuo entre los dos pueblos enfrentados, diálogo sin cesar aplazado por el victimismo identitario, cruce de acusaciones inapelables y una violencia cainita que perpetúan la sangrienta espiral de una guerra no declarada.

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En un reciente artículo publicado en las páginas de este diario, Soledad Gallego-Díaz contraponía la diferente concepción de la memoria existente entre Elie Wiesel -cuya altiva y desdeñosa visita relámpago a los sitiados de Sarajevo no olvidaré jamás- y Walter Benjamin, fundada una en su preservación como un capital precioso e incluso personalmente rentable, y otra, en su percepción como fuente de experiencia válida para el presente y el futuro. Dicha dicotomía fue precisada nítidamente por Todorov en su obra Los abusos de la memoria en unas líneas que merecen su reproducción: "El uso literal al transformar el acontecimiento antiguo en una entidad de límites infranqueables somete a fin de cuentas el presente al pasado. El uso ejemplar

permite utilizar el pasado de cara al presente, aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para combatir las que se producen hoy día, abandonar el campo de lo propio para ir al del otro".

Todos los nacionalismos identitarios de raíz religiosa se autodefinen por el uso literal y exclusivo de su memoria, prescindiendo de las complejidades y contradicciones del mundo real. Hay lo nuestro y lo ajeno, lo justo (para "nosotros") y lo irrelevante en términos éticos (de ellos). No obstante, no puede haber una paz pragmática y duradera sin pasar por el reconocimiento, por los países y pueblos enfrentados, de los errores y brutalidades de su pasado. La siniestra retórica de algunos gobiernos árabes y musulmanes sobre la "erradicación del cáncer sionista" es también responsable del sufrimiento sin límites impuesto por Israel a la población palestina. Las manipulaciones de la memoria por razones políticas y religiosas obedecen, claro está, a estrategias de expansión y dominio revestidas de agravios históricos. Como dice con voz clara Soledad Gallego-Díaz al deslindar los campos entre memoria y política: "¿De qué puede valer hoy la memoria a los habitantes de Israel si no es para saber lo que significa la humillación de un ser humano, la crueldad con que unos hombres son capaces de tratar a otros cuando se creen en posesión del derecho, la verdad y la

fuerza, e ignoran que nada, absolutamente nada, justifica la deshumanización del contrario?".

El respeto de las leyes y convenciones internacionales establecidas en la Carta Fundacional de Naciones Unidas concierne a todos sus Estados miembros. No puede exigirse con credibilidad la aplicación de una de sus resoluciones, como la que ordena el fin de las acciones militares de Hezbolá contra Israel a partir del territorio libanés, cuando la otra parte arroja desdeñosamente a la papelera docenas de otras tocante a la evacuación de los territorios ocupados ilegalmente desde 1967 y a la colonización implacable de los mismos, colonización que aprisiona a los palestinos en guetos infames y sin viabilidad política ni económica algunas.

La diplomacia de dos pesos y dos medidas aplicada a Israel y a los palestinos por los sucesivos inquilinos de la Casa Blanca y llevada a su rigor más extremo por Bush y sus consejeros agrava los sentimientos de injusticia de los segundos y fomenta los estragos del islamismo radical que se propaga a diario en la región y fuera de ella, con peligro de nuestras vidas. Tras el desastre sin paliativos de Irak y la perspectiva de un arma nuclear iraní como réplica a la de Israel, se impone con la máxima urgencia el recurso a la fuerza de la razón contra la razón de la fuerza. La política de cien ojos por ojo y cien dientes por diente no desemboca ni puede desembocar en una perspectiva de paz ni siquiera a largo plazo. Por muy utópica y "tercermundista" que parezca a algunos, una Alianza de Valores -prefiero este término al de civilizaciones-, como la que propugna Rodríguez Zapatero, me parece más apremiante que nunca.

La confusión tan extendida en los medios de comunicación occidentales entre musulmán, islamista y terrorista es nuestro peor enemigo y favorece los designios de Al Qaeda y sus delirios de un Califato Mundial que se extendería desde Irak hasta Al Ándalus. Una cosa es la resistencia legítima a una ocupación militar contraria a todas las resoluciones de Naciones Unidas, y otra muy distinta el recurso a actos terroristas contra decenas, centenas o millares de ciudadanos inocentes, ya fuere en Nueva York, Tel Aviv, Madrid o Bagdad. Pero la despiadada política de castigo del Ejército israelí en Gaza y Líbano no guarda proporción alguna con los hechos concretos que la provocan. Si la Autoridad Nacional Palestina y el Gobierno democrático de Líbano, de quienes Israel exige mano firme para detener los disparos artesanales de Hamás y los más perfeccionados de Hezbolá, al tiempo que reduce sistemáticamente a escombros todas sus estructuras básicas de funcionamiento, ministerios incluidos, son "irrelevantes", como irrelevantes son asimismo los "daños colaterales" que arrasan barrios enteros y afectan a la vida de millones de seres humanos, cabe preguntarse: ¿es insignificante cuanto -personas, instituciones, estructuras sociales, ecosistema, etcétera- no se ajuste a los planes fijados por los artífices de una estrategia que convierte a Israel, conforme a la visión de Bush y sus asesores, en la avanzadilla -y rehén- de una guerra sin límites de tiempo contra una ideología inasible y de proliferación espontánea?

La nueva "remodelación democrática" de una zona altamente explosiva y en gran parte ya en llamas en la que sueñan aún los ideólogos de la Casa Blanca para acabar con los valedores de Hamás y Hezbolá produce pavor. El fuego no se apaga con más fuego: al contrario, lo aviva. Devolver la palabra a la razón no es capitular ante el enemigo, como sostienen quienes se equivocan de lugar y de época y confunden el sufrimiento y agravio generalizados de los pueblos de la región con la barbarie nazi o estalinista. A la inversa de lo que reclama la prensa popular israelí -el diario Maariv citado por Le Monde-, sería conveniente para todos un poco más de sensibilidad humana y un poco menos de determinación contundente y deliberadamente autista.

Israel tiene pleno derecho a existir en condiciones de seguridad dentro de las fronteras internacionalmente reconocidas, y ello debe ser proclamado alto y fuerte ante quienes tildan de manifestación de antisemitismo toda crítica a la opción militar y expansionista a la que recurre una y otra vez el Estado judío. Rehusar los búnqueres identitarios que conducen del campo político al religioso, de lo racional a lo teológico, y contaminan tanto la política unilateralista de Tel Aviv como la de los Estados y movimientos islamistas que niegan su derecho a la existencia, es introducir la lógica de la igualdad radical de los seres humanos por encima de las diferencias religiosas y étnicas. Volver a la mesa de una solución negociada, en la que israelíes y palestinos deberán aceptar algo menos que el sueño que borra la presencia real del contrario, será una empresa ardua y llevará su tiempo, mas no debemos desesperar.

Quienes lo perdieron todo después de la nakba (catástrofe) de 1948 tienen derecho a una indemnización material y moral a cambio de renunciar al de un retorno a sus hogares que supondría el fin de Israel y que éste, obviamente, nunca aceptará. En reciprocidad, el Estado judío tendrá que acomodarse, mejor temprano que tarde, a una vuelta a las fronteras de 1967 y al abandono de sus asentamientos de Cisjordania y Jerusalén Este. La estrategia de supervivencia de Israel no puede basarse tan solo en el uso constante y feroz de la fuerza, sino en incluir un elemento de generosidad compensatorio de la injusticia original impuesta a los palestinos. Como resume lúcidamente Jean Daniel, autor de obras imprescindibles como Dios, ¿es fanático? y La prisión judía, el hecho de haber sufrido persecuciones centenarias y la abominación imborrable del Holocausto no conceden a nadie "el derecho de conducirse de manera diferente de la de los demás".

Juan Goytisolo es escritor.

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