El derecho a ser visible
¿POR QUÉ SETENTA AÑOS después del golpe de Estado que dio paso a la Guerra Civil, la cuestión de la memoria sigue provocando agrios debates? Porque la división del país en dos que culminó con aquella terrible carnicería no se ha cerrado todavía, sigue estando en el sustrato ideológico y social de España, y rebrota con suma facilidad ante cualquier incitación. Basta comparar el mapa electoral de la II República con el actual para ver cómo hay líneas divisorias que perviven a través de los años. El periodo de las mayorías absolutas del PSOE de Felipe González fue como un espejismo: la derecha estaba purgando su pasado y se sentía impotente para levantar la voz, y sólo el referéndum de la OTAN sacó a España de cierta modorra -la democracia es aburrida, decía Tocqueville- que algunos interpretaron como suma del desencanto y la reconciliación. Pero el aznarismo decidió que la confrontación era la única vía que tenía la derecha para regresar al poder, y desde aquel día, la lógica del enfrentamiento -de la política como la lucha a muerte entre el amigo y el enemigo- ha ido creciendo imparablemente. La mayoría absoluta no sirvió para que el PP se sosegara. Al contrario, Aznar se sintió con la misión de despedirse redimiendo España. La guerra de Irak agrandó la brecha. La catarsis electoral que siguió al 11-M consagró la fractura sobre el peligroso eje verdad/mentira. Después, el resentimiento ha hecho su trabajo hasta la absurda situación actual, en que la división del país alcanza incluso el proceso de fin de la violencia en Euskadi, o sea, opone dos ideas distintas de la paz.
La necesidad de sobrevivir y la tendencia a la servidumbre voluntaria que caracteriza a la especie hizo que el franquismo llegara a gozar de un consenso suficiente como para durar cuarenta años. La izquierda, derrotada en la Guerra Civil, no pudo imponer la ruptura democrática que hubiese supuesto la recuperación de las instituciones de la II República. De hecho, sólo hubo un caso de empalme directo entre la legitimidad republicana y la actual, que fue el retorno del presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas, a Cataluña. Ahora, la izquierda pide el reconocimiento del pasado y la recuperación de la memoria, que quedó puesta entre paréntesis cuando por razones de supervivencia y de comodidad se entendió que amnistía equivalía a amnesia.
La derecha democrática ha sido una especie rara en un país en que la democracia, hasta ahora, había sido una excepción. Y por razón social, familiar y, en parte, ideológica, la cultura de la derecha pasa, quiérase o no, por el franquismo. Lo absurdo es que la derecha, en vez de aceptar esta realidad con cierta naturalidad, esté empeñada en blanquear el franquismo. Es cierto que también en Francia se tardó mucho tiempo en reconocer las complicidades de la derecha (y de alguno más) con el régimen de Vichy y con el ocupante nazi. Pero el mito de la Resistencia se fundó en una derecha que ganó su legitimidad sobre la victoria contra el nazismo. Aquí el mito de la derecha inmaculada se funda directamente en la voluntad de negar o camuflar el pasado. Y éste es el motivo de las querellas actuales.
Nada debería impedir a estas alturas un ejercicio de reconstrucción de la memoria. Nada debería justificar la negación de la realidad: la guerra empezó con el golpe de Estado franquista, y negarlo es tan absurdo como negar los execrables asesinatos cometidos en uno y otro bando. Y los muertos merecen que la democracia les otorgue su reconocimiento.
Pero el terreno se hace escabroso cuando se habla de memoria colectiva. No hay memorias colectivas: la memoria es personal e intransferible. Y a partir de ella, cualquiera puede integrarla o compartirla como y con quien quiera. Pero el Estado no tiene memoria. La memoria oficial es siempre la imposición de una interpretación de la historia al servicio de una idea política. Hoy, la memoria, como casi todo, es una cuestión de visibilidad. De hacer visible lo que durante muchos años ha sido invisible, primero porque estaba prohibido y después por una especie de pacto de prudencia (es decir, por razón de las relaciones de fuerza). Al Estado corresponde asegurar esta visibilidad, que es la única forma de reconocimiento que pueda dar tanto a los muertos como a los vivos. A los historiadores, escribir la historia. Y a los ciudadanos, ejercer libremente la memoria. Y si se respeta esta división de papeles, el debate sobre la memoria histórica no debe plantear ningún problema. Salvo para los que se empeñen en utilizarlo por intereses muy concretos, por ejemplo, para blanquear el franquismo.
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