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Columna
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¿Qué se quiere de Israel?

Israel es el único país del mundo que no puede permitirse el lujo de aceptar una derrota militar. Francia se tragó la humillación de Argelia y Estados Unidos salió trasquilado de Vietnam y ahí siguen. Para Israel, una derrota militar supondría su desaparición física como Estado. La vieja aspiración de "echar a los judíos al mar", formulada horas después de la proclamación del Estado de Israel el 12 de mayo de 1948, cuando los ejércitos de cinco países árabes invadieron el entonces minúsculo y aparentemente inerme Estado hebreo, se haría realidad. Y, naturalmente, los israelíes no están dispuestos a consentirlo. Ya pagaron con seis millones de vidas su impotencia para defenderse durante el Holocausto, ahora negado impunemente por los dirigentes iraníes con la hipócrita complacencia de un anti-sionismo creciente en Europa. No lo consintieron en 1948, ni en 1967, ni en 1973 cuando hacían frente a ejércitos regulares y no lo van a consentir ahora, especialmente ahora, cuando tienen que enfrentarse a una agresión de organizaciones terroristas, como Hamás y Hezbolá, subcontratadas por los regímenes dictatoriales de Siria e Irán para hacer la vida imposible a Israel y, sobre todo, para provocar el descarrilamiento del todavía non nato proceso de paz, que conduciría al establecimiento de un Estado palestino y al reconocimiento final de Israel. Y esto último es anatema para los que manejan los hilos de la trama radical islámica contra Israel, en primer lugar, y contra Occidente como destinatario final del mensaje.

Resulta incomprensible la actitud de condena apriorística de Israel, adoptada por algunos líderes europeos, incluido el presidente de nuestro Gobierno, en la actual crisis. Comandos de Hamás y de Hezbolá han penetrado en territorio israelí, han matado a varios miembros de las fuerzas de defensa judías y han secuestrado a tres de sus militares, mientras los cohetes Kassam y Katiusha caían por docenas sobre los asentamientos civiles de la Cisjordania y las poblaciones del norte de Israel. En cualquier latitud del planeta, ese comportamiento se califica de "acto de guerra" y el Estado atacado tiene derecho a defenderse al amparo del Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas. Y eso es, exactamente, lo que ha hecho Israel. Contraatacar, tratando de destruir, no sólo los centros de control y de almacenaje de municiones de sus enemigos, sino también sus líneas de aprovisionamiento de material bélico procedente de Siria e Irán. (¡Qué curiosa coincidencia que el 12 de julio, día de la incursión de Hezbolá en el norte de Israel, venciese el plazo dado a Irán para responder a las propuestas de los Seis sobre su programa nuclear antes de referir el tema al Consejo de Seguridad de la ONU!).

El contraataque israelí en territorio libanés ha destruido infraestructuras y, lamentablemente, ha causado víctimas civiles. Pero las víctimas civiles son, por desgracia, inevitables cuando los partidarios de Hezbolá están dispuestos a almacenar los miles de Katiusha en manos de la milicia chií -12.000, según su jefe, Hasan Nasralá-, en sus garajes y casas particulares. Se comprende la desesperación del primer ministro libanés, Fuad Siniora, y su apelación a la comunidad internacional para conseguir un alto el fuego inmediato. Pero Siniora tiene en su Gobierno a dos miembros de Hezbolá y a otros tres muy cercanos a la milicia chií, mientras su Ejército sigue sin desplegarse en el sur del país, como ha pedido Israel desde su retirada hace seis años y ha reiterado la ONU en la Resolución 1559 de su Consejo de Seguridad. ¿Es soberano un país que se resigna a que grupos terroristas utilicen su territorio para atacar a sus vecinos? Israel no tiene problemas con un Líbano que respete la integridad de su frontera norte, como no los tiene en el sur con Egipto, ni en el este con Jordania, países con los que ha firmado sendos tratados de paz. Ni siquiera los tendría con un Gobierno de Hamás que reconociera el derecho de Israel a la existencia. Pero, como en el caso de Hezbolá con Teherán, la verdadera dirección de Hamás se ejerce desde Damasco y no desde Gaza o Ramala. Buena prueba de ello es que cuando el primer ministro palestino, Ismail Haniya, intentó llegar a un modus vivendi con Israel, la iniciativa fue abortada desde la capital siria por el líder de Hamás en el exilio, Jaled Mashal. Como lo fue la mediación egipcia para conseguir la liberación del cabo israelí secuestrado, con la consiguiente irritación del presidente Hosni Mubarak.

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