La ley del silencio
Hace pocos días un viejo amigo cascarrabias se atrevió a decir a la salida de una sesión privada que era un espanto la película que acababa de ver. Su comentario generó tanto estupor entre los autores, que acabaron por hacerle el vacío: desconcertado, se encontró solo en el centro del vestíbulo. "¿Pero qué has dicho?", le reprochó gente allegada. "Mi opinión: querían saber lo que me había parecido la película." "No, hombre, no era tu opinión lo que les importaba; sólo querían un elogio. Ése es el juego".
En el mundillo del teatro es tradicional la costumbre de mentir en los estrenos. Se encuentran trucos para no elogiar la obra, pero sin que se note. Desde el "sólo tú podías haberla hecho", al "no te digo nada, no te digo nada", pasando por el "cómo se nota el esfuerzo" o el más socorrido de "hacía tiempo que no me sorprendían tanto"... Sin embargo, en una esquina del mismo vestíbulo se forman corrillos donde se pone a parir la obra y su representación, con saña, sin dejar títere con cabeza. Cuentan que un viejo actor estaba agonizando cuando un compañero preguntó sobre su estado. Le informaron: "¿Te acuerdas de cómo interpretaba el Tenorio? Pues está mucho peor".
La costumbre se ha extendido al cine. En sesiones privadas y estrenos abundan las felicitaciones, los abrazos, incluso los vítores, mientras que en algún rincón apartado de la sala se concentran las opiniones implacables sobre el desastre recién visto. ¡Y ay del que se desmande! Podría ser llamado a capítulo. Si un ingenuo crítico publica lo que está en boca de todos, puede recibir una reprimenda, y a su alrededor notará una soledad de vértigo; de él se dirá que es gorrón o malintencionado, y hasta se le imaginarán secretas frustraciones u odios ancestrales, única manera de justificar su rebeldía. Luego, eso sí, recibirá clandestinamente el apoyo de cuantos no se han atrevido a decir lo mismo que él. Pero si el torpe crítico desliza un error como el de confundir a un alto cargo con un presentador contratado, o no ha identificado a un imitador popular, o ha errado en una fecha, caerán sobre él rayos y centellas anulando por completo el valor de su comentario. Lo políticamente correcto es el elogio y la mano por el lomo. Como mucho, el elogio envenenado: "Pues a mí sí que me ha gustado".
El ovillo se va hinchando hasta convertirse en verdad indiscutible. Y así se van alimentando falsos valores artísticos con la endogámica costumbre de la felicitación de rigor. No hay manera de escapar de ella sin dar pie a situaciones incómodas. Al final de cualquier proyección privada ahí está el director, firme en la puerta, recabando la opinión de los asistentes, sin dejar escapar a ninguno. "¿Te ha gustado, te ha gustado?", pregunta con ansiedad. Sólo un cándido cascarrabias como el amigo citado más arriba cree que la pregunta busca respuestas sinceras. Si respondes que sí, que te ha gustado, el director correrá en persecución de otro asistente sin importarle más detalles de tu opinión. Pero si se te ocurre matizar, caerá sobre ti como una mole: "¿Y qué es lo que no te ha gustado?" Y te da la noche. Habría que responderle como hizo una vez Groucho Marx: "He pasado la mejor noche de mi vida; lástima que no haya sido ésta".
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