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Columna
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La prejubilación y la neurosis de la poda

Un formidable número de personas, hombres y mujeres, deambulan por las calles y las avenidas españolas, llenan las terrazas de los cafés, pasean morosamente ante los escaparates, avivan el ritmo cogidos de la mano para prevenir los efectos de los nervios o del colesterol. Esta multitud de jubilados y prejubilados aumentando sin cesar va conformando el panorama de la sociedad occidental y generando una espesa banda de ociosos que con mucha probabilidad han sido expulsados del trabajo sin mayor razón que ser mayores.

Con seguridad, estos protagonistas de un sector demográfico equivalente a más de la cuarta parte de la población, no desearían repetir las exhaustivas jornadas laborales de sus últimos años pero, muchos de ellos se encuentran en excelentes condiciones para desarrollar, si lo quisieran y se lo permitieran, cargos de notable interés.

Probablemente, porque el cerebro tiende a encoger a partir de los 40 años, no serán tan ágiles y veloces como la generación siguiente pero ostentan un patrimonio amasado en conocimientos y experiencias, que no le vendría en absoluto mal a la producción. Ni tampoco a la salud individual y colectiva.

Muchas compañías nacionales e internacionales echan de menos a lo largo de este siglo una mayor cualificación de sus cuadros pero, simultáneamente, se han cargado a quienes desempeñaban las funciones características. La razón suprema fue la edad. La edad para todos: capaces o no, en niveles de baja o elevada excelencia. Monótonamente, mecánicamente, tontamente las prejubilaciones se han convertido por sí mismas en la estrategia cimera de la actualización empresarial.

Acortar la plantilla, especialmente descabezando a los veteranos, ha constituido la ley universal de la buena gestión, el orden de la nueva revolución, el acto incuestionable más allá del bien y el mal. El bien ha consistido en la liberación de miles de trabajadores quemados en funciones irracionales, insalubres e improductivas, tan jerarquizadas como desalentadoras. Pero, simultáneamente, junto a esta acción positiva se han arrumbado como trastos a quienes eran una noble colección del mobiliario y se comportaban dentro de la corporación como piezas claves para el equilibrio y la eficiencia.

El creciente recurso -o telerecurso- al personal cualificado de otros países menos desarrollados ha mitigado el vacío del personal propio y maduro. Pero, de todos modos, el ahorro de costes que ha supuesto la contratación ocasional de profesionales indios o indonesios no ha bastado para suplir las desarticulaciones interiores debidas al recambio. El veterano no es necesariamente mejor que el recién llegado, ni el vecino mejor que el extranjero, pero también es pertinente el enunciado inverso.

De otra parte, empujar hacia el retiro a trabajadores entre los 50 y los 65 años para emplear en su lugar a gente más joven conduce al riesgo de no hallar suficientes reemplazos en estos tiempos. Porque mientras los mayores de 50 se irán incrementando en un 22% a lo largo de las dos décadas inmediatas, los comprendidos entre los 20 y los 30 años pueden decrecer hasta en un 20%, de acuerdo a las previsiones. Efectivamente la inmigración y el outsourcing trasnacional enjugarán parte del problema. Sólo cierta parte. Porque en esta sustitución se malgastará, como se desperdicia el agua en los trasvases, una riqueza sin equivalencia, una experiencia sin réplica y una adhesión afectiva sin sucedáneos.

Toda empresa, como suelen recordar los dueños y managers, es dueña de una historia y cultura propias. De ese legado se deduce un hilo narrativo que si unas veces ha venido a estrangularnos, otras ha generado un conjunto de complejas relaciones que representan los grandes fustes en la biografía intelectual y sentimental de mucha gente. Hacer de las nuevas empresas un severo Terminator sobre el mundo de la madurez laboral evoca el mismo proceder de las podas sin tino sobre los árboles más frondosos. Y, a menudo, más altos.

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