Hoy tengo ganas de escupir
Empiezo a escribir esta crónica a las 17.00, hora local (una menos en la península), y todavía no han bombardeado Beirut. No se han privado de la Bekaa, vergel, tesoro artístico y fuertemente chií, ni de rozar la sede presidencial en Baabda, zona cristiana, atacando a un destacamento militar. A esta hora maldita, el número de víctimas mortales libanesas, en menos de una sola semana, asciende a dos centenares de civiles, unas decenas de soldados del Ejército y (sólo) un puñado de combatientes de Hezbolá.
He salido a Hamra y he comprado los periódicos. Más que periodista, hoy me gustaría ser el campeón francés del mundo de escupitajos, Alain Jourdren, que puede lanzar un esputo a 10,41 metros. Casi a la altura de Olmert o de Bush Jr. o de Villepin o de Annan o de Solana, cada cual en su respectivo punto de la pista. Hoy me gustaría echar gargajos, ya digo. Tras leer que hay un tío al que le premian por expectorar con garbo, he intentado encontrar a alguien con quien hablar y, como Bridget Jones, me he dirigido a la tienda de lencería en tallas grandes, que ha permanecido orgullosamente abierta, y así seguirá. Pero, antes, aprovechando que estaba en la misma acera y que acababa de ver que el cajero automático en el que fustigo a mi tarjeta parecía abandonado con un plumero y un frasco de Limpiaplím, y dado que ello había empezado a deprimirme, he decidido meterme en la oscura perfumería llena de marcas de París, en donde el dueño también aguanta el tipo. Mohamed (lo siento: se repiten los nombres hasta el punto de que parece que sólo interrogo a uno) me ha dicho que ahí se lo pasa bien, que es su casa, y que le encanto yo, físicamente hablando. Animada y con un carísimo frasco de Diorette en el bolso he cruzado la calle y he cometido el primer error de la jornada. He entrado en la tienda de la lencería de París (a ver de dónde iba a ser). Y he conocido a Ahmed (siguen otros, no se preocupen).
Israel conoce bien a los libaneses. Conoce con qué facilidad se enfrentan entre sí, en la derrota
Curiosamente, el comercio estaba lleno. A las mujeres árabes, sobre todo a las veladas, les encanta la lencería. Han comprado unas bragas que parecían tobilleras y, cuando se han ido, me he sentado con tres aditamentos culares tamaño Estatut de reglamento, y le he preguntado a Ahmed número uno qué piensa de lo que está pasando: "Estamos acabados, hemos terminado, madame". Lo han destruido todo, ha seguido, nuestra primera temporada turística se ha esfumado, las esperanzas del Mundial han desaparecido, etcétera. Ve mi pena y añade: "Ya no hace falta llorar, no tiene remedio. Se repartirán la región". Cuando añade que, al menos, Líbano arrastrará a Siria e Irán tras ellos, estoy a punto de devolverle las bragas. Pero él tiene sus ideas y yo las mías y, pese a todo, compartimos el dolor y la tristeza y el miedo a las bombas.
Poco después otro Ahmed, que suele venderme las tarjetas digitales con las que fotografío en lugar de escribir notas, sonríe como un san Francisco de Asís al contarme que ha decidido abrir las puertas de su negocio, espléndidamente bien surtido para la turistada interrupta. Le pregunto si se queda a vivir en Hamra, por el momento un barrio bastante seguro, y dice que no. Que su casa está en Dahiye (los suburbios chiíes del sur de la ciudad, permanentemente bombardeados, a la caza de Hezbolá: con poca fortuna, ya han visto que, hasta el momento, sólo han fallecido cuatro). Y que piensa seguir abriendo. Hay algo muy inquietante en esta lenta reanudación de la vida cotidiana. No quiere decir que resisten. Quiere decir que se adaptan a lo peor, como lo hicieron entre 1975-1990. Oh, Dios, otra vez no, esa anticipación de que vienen tiempos peores, y de que, como puros libaneses que son, harán lo que sea para sobrevivir.
Es el verbo, éste de sobrevivir, que también repite el propietario de mi hotel, acérrimo partidario de Walid Jumblat: "Es verdad, madame. Hemos perdido. Con suerte, podremos salir vivos. Pero el Líbano ya no es nuestro". Me muerdo los labios, porque sigo aquí, para no preguntarle por qué excitaron aquella hueca revolución contra Siria del año 2004: si los sirios estuvieran aquí, Israel no habría osado. Así de claro. E Israel conoce muy bien a los libaneses. Conoce con qué facilidad se enfrentan entre sí, en la derrota.
A todo esto, mi jornada laboral aún no había empezado. Conseguí tiempo para ir al banco de un amigo para pedir la clave de seguridad que permitirá que este periódico me mande un dinero cada día más necesario, y casi me dio un infarto cuando lo vi cerrado. Cuando un banco se cierra, vida, algo tuyo se cierra y huele mal en Dinamarca. Un modesto limpiabotas se ganó una propinilla indicándonos (no éramos los primeros) que podíamos penetrar en el Dinero por la puerta de vecinos. Una vez allí, miel sobre hojuelas. Sólo que la transferencia tarda tanto que el banco ya habrá cerrado cuando llegue. Mala señal. Muy mala señal.
Y me veo obligada, por razones de espacio, a resumir lo siguiente.
Me presento en el Centre Concorde, en donde un Hard Rock Café y un Kentucky Fried Chicken se fríen solos bajo el sol de este verano agobiante. Luego vamos a Verdún (aquí son tan afrancesados que conservan en los nombres de sus calles las batallas del colonizador; lástima que en la II Guerra Mundial estuvieran al principio con Vichy). Todo cerrado, todo vacío.
Más adelante, en un Monoprix de lujo la gente compra lo usual entre los bien nutridos: papel de váter, jamón de Parma y embutidos Campofrío y La Piara. Se encuentra en el cruce entre Verdún y la Colina de los Drusos, y nada más llegar vimos a una familia de turistas iraníes atrapados, saliendo cargados de bolsas. Espero que sin productos cérdicos.
Tengo más. En Ashrafieh, unos soldados nos retienen a mis compañeros y a mí. Son cosas que pasan, pero que nos trastornan porque, sobre todo, pasaban. El Beirut cristiano es hostil, los soldados, además, están muriendo como ratas, indefensos bajo las bombas; de modo que se entretienen a la antigua usanza: convenciéndose de que los periodistas son espías y sobándoles los pasaportes hasta dejarlos irreconocibles. Todo por hacer una foto a los refugiados.
Pero de refugiados no puedo hablarles hoy. Necesitan demasiadas cosas, mantas y colchones, los colegios están a rebosar, y en las montañas de Aley y el Chouf duermen en los jardines. Son pobres y del sur, e Israel también les usa para sembrar la animadversión contra ellos, por parte de los señoritos de más al norte. Siempre hay un norte y siempre hay un sur.
Tampoco les hablaré hoy de lo bien que va la Bolsa israelí. Sólo tengo ganas de escupir, ya lo decía al principio.
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