Bajo la sombra de Irán y Siria
Hezbolá no actúa tanto por solidaridad con los palestinos como para servir a los intereses de sus dos principales valedores, los regímenes de Teherán y Damasco
Cuando el 12 de julio Hezbolá quebró las reglas no escritas que imperaban, desde 2000, en la frontera entre Líbano e Israel, no lo hizo sólo por solidaridad con Hamás y los palestinos atacados en Gaza por el Ejército hebreo.
La captura de dos soldados israelíes y la muerte de otros ocho por la resistencia chií libanesa, que capitanea el clérigo Hasan Nasralá, responde en buena medida a los intereses de sus dos tutores, Irán y Siria.
El primer país contribuyó, a principios de los ochenta, a la fundación de Hezbolá, cuyos milicianos fueron entrenados por los Guardianes de la Revolución iraníes en la llanura libanesa de la Bekaa. Hoy día les financia, pero niega suministrarles armas.
El segundo se apoya en Hezbolá para seguir ejerciendo influencia en un Líbano que convirtió en un protectorado hasta que su Ejército y sus servicios secretos fueron obligados a retirarse después del asesinato de Rafik Hariri, el primer ministro libanés, en febrero de 2005.
"Tales ataques [de Hezbolá] no pueden llevarse a cabo sin el beneplácito de los círculos sirios", afirmó, el lunes, a la radiotelevisión alemana Deutche Welle, Detlev Mehlis, el juez alemán que hasta enero presidió la comisión de investigación sobre el atentado que costó la vida a Hariri. La crisis hace olvidar este asesinato, en el que aparentan estar implicados los servicios secretos sirios. "Para Damasco", añadió Mehlis, [Líbano] "sigue sin ser un Estado autónomo". Con la reactivación de Hezbolá demuestra que para buscar soluciones todavía hay que contar con Siria.
"Destruiré este país"
Cuando el jefe de Estado sirio, Bachar el Asad, recibió por última vez en audiencia a Hariri, le espetó, según recuerda estos días la prensa beirutí: "Si Chirac [presidente francés] quiere sacarme de Líbano, destruiré a ese país". Con la ayuda de Israel está cumpliendo su amenaza.
Irán también tiene interés en relegar a un segundo plano su principal contencioso internacional: el programa de enriquecimiento de uranio nuclear que ha puesto en marcha.
Ali Lariyaní, jefe adjunto del equipo negociador iraní, reconoció el pasado fin de semana, en declaraciones a la agencia oficial IRNA, que "los dirigentes del régimen han llegado a la conclusión de que no se deben aceptar las condiciones previas por parte de los europeos". En claro, Teherán rechaza la oferta de acuerdo europea.
Alemania y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad propondrán en breve al máximo órgano de la ONU que apruebe una resolución ordenando a Irán que suspenda su programa nuclear.
La crisis en Oriente Próximo retrasa este debate en Naciones Unidas. "(...) Irán, Hezbolá y Hamás tienen manifiestamente otras ideas en la cabeza y ésa es la razón por la que estamos discutiendo de la situación en el sur de Líbano", se quejaba, el lunes, John Bolton, embajador de Estados Unidos ante la ONU.
Teherán y Damasco se coordinan. Lo hicieron para frenar a su vecino común, el Irak de Sadam Husein. Desde que el desmoronamiento de la Unión Soviética le hizo perder uno de sus principales valedores, Siria estrechó aún más lazos con Irán que le proporciona crudo con descuentos.
Tras el inicio, hace una semana, de la que podría ser la sexta guerra de Oriente Próximo, el presidente de la República Islámica, Mahmud Ahmadineyad, se presenta, a veces, como el protector del régimen baazista de Assad, cuyas riendas están en manos de la minoría religiosa alauí en un país de mayoría suní.
Casi a diario, los dirigentes iraníes advierten de que un ataque israelí contra Siria acarreará "pérdidas inimaginables" para el Estado hebreo y sus aliados.
Para Ahmadineyad, la crisis no sólo contribuye a postergar la disputa nuclear sino que convierte a Irán en una potencia regional de primera fila, al tiempo que el auge del precio del crudo engrosa las arcas del Estado iraní.
Influencia en Irak
La intervención norteamericana en Irak, en 2003, ya acrecentó, paradójicamente, el peso de Irán en su vecino occidental. No en balde, el 60% de la población iraquí es de religión musulmana chií, como la gran mayoría de los iraníes, y parte del clero iraquí estuvo además exiliado en Irán.
Este protagonismo radical chií de Ahmadineyad y Nasralá, aliados con la minoría alauí de Siria y con los palestinos de Hamás, inquieta a Occidente, pero también al resto del mundo musulmán.
Arabia Saudí lanzó el lunes una inesperada andanada contra Hezbolá, Hamás y los que "están detrás" de ellos. "Algunos elementos y grupos han caído en el error de tomar decisiones por su cuenta que Israel ha aprovechado para desatar una guerra feroz contra Líbano y encarcelar a todo el pueblo palestino", rezaba un comunicado oficial saudí.
"El mundo suní se alegrará, probablemente, de que Israel tenga éxito frente al régimen alauí" de Siria y sus aliados, escribió ayer Ed Lasky, director de la revista The American Thinker.
El triunfo de Israel no consistirá sólo en recuperar con vida a sus dos soldados capturados, sino en conseguir su viejo anhelo de que el sur chií de Líbano deje de ser una plataforma desde donde Hezbolá le amenace. A juzgar por las declaraciones de la guerrilla chií y de sus patrocinadores iraníes, le falta mucho para alcanzar ese objetivo.
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