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Columna
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Reformas sin riesgos

Parece que el 1 de noviembre se van a celebrar las primeras elecciones autonómicas en Cataluña con el nuevo Estatuto de autonomía como marco de referencia. Para entonces estará prácticamente terminada la negociación entre la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados y la delegación del Parlamento de Andalucía, quedando en consecuencia el texto listo para la convocatoria del referéndum de ratificación del mismo. Casi sin solución de continuidad, las Cortes Generales tendrán que pronunciarse sobre los proyectos de reforma de Aragón y Baleares. Los procesos de reformas de los Estatutos de las demás comunidades autónomas puede que avancen con algo menos de velocidad como consecuencia de que en 2007 empezamos un ciclo electoral de mucha intensidad, pero no tardarán mucho en culminar con éxito.

Es obvio que la puesta en marcha de una operación reformadora de esta intensidad entraña riesgos. No podemos estar seguros de que el Estado Autonómico vaya a ser más eficaz tras las reformas estatutarias que antes de ellas. Pero eso ocurre siempre que se hace una reforma de envergadura. Cualquiera que viviera como adulto la transición y la inicial puesta en marcha de la Constitución recordará las profecías que se hicieron acerca de la catástrofe a la que nos aproximábamos como consecuencia de la generalización de poderes autonómicos. No se nos puede olvidar que en el desbarajuste que se decía que eran los primeros pasos del ejercicio del derecho a la autonomía se justificó básicamente el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981. Después, hemos podido comprobar que el Estado universalmente descentralizado, con 17 comunidades autónomas que ejercen un derecho a la autonomía de la misma naturaleza, que tienen una arquitectura institucional similar y un nivel competencial homogéneo, ha sido la forma de Estado no sólo más legítima sino también más eficaz de toda nuestra historia.

La pregunta se impone: si las profecías catastrofistas que se hicieron en aquel momento, en que no teníamos ninguna experiencia práctica de descentralización política se han revelado profundamente erróneas, ¿por qué hemos de darle crédito a las que se han formulado en esta legislatura a propósito de las reformas estatutarias? Nuestra experiencia de descentralización de estos últimos veinticinco años creo que nos permite hacer el pronóstico opuesto. Si no sabiendo absolutamente nada de descentralización política y con un país que no tenía hábitos democráticos consolidados, fuimos capaces de poner en marcha un Estado que ha funcionado más que razonablemente bien, ¿por qué no vamos a ser capaces de sacar adelante con éxito una operación de alcance más limitado como es la reforma de los Estatutos de autonomía?

Porque, además, lo que estamos haciendo ahora se parece bastante a lo que hicimos entonces. El proceso de reforma no está siendo materialmente muy distinto de lo que fue el proceso estatuyente originario. Jurídicamente sí hay diferencia entre uno y otro, pero políticamente no mucha. Ahora contamos con la doble ventaja de que lo están haciendo poderes con una legitimación democrática considerablemente mayor que la que tenían los que hicieron los procesos estatuyentes originarios y que, además, saben lo que están haciendo.

A la luz de lo que ha sido la experiencia española de descentralización política, no se entiende muy bien que el Partido Popular haya hecho una apuesta tan arriesgada por un escenario de catástrofe. Los procesos de reforma estatutaria se están haciendo de una manera muy controlada. Estamos corriendo muy pocos riesgos. La campaña del referéndum de la reforma catalana y la doble combinación de un apoyo muy masivo en las urnas con una participación baja lo expresan de manera inequívoca. No había entusiasmo entre los ciudadanos catalanes, pero sí seguridad en cuál iba a ser el resultado final del proceso. Todo lo contrario de lo que suele ocurrir en los procesos de balcanización.

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