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Todo comienza muy temprano

Antón Costas

Todo lo que leo últimamente sobre la evolución de nuestra economía y sociedad coincide en subrayar la aparición de una tendencia que se acentúa con el paso del tiempo: la brecha de la desigualdad. Desigualdad en los salarios, en la distribución de la renta y la riqueza, en el empleo, en el acceso a la vivienda, en la capacidad de emancipación, en la educación de calidad, en la esperanza de vida y, en general, en las oportunidades para llegar a ser aquello que cada uno tiene motivos de querer ser.

La época dorada de la tendencia a la igualdad, que se dio en la segunda mitad del siglo pasado, se ha acabado. Los salarios y otros ingresos derivados de las prestaciones sociales del Estado de bienestar ya no consiguen reducir las diferencias. Al contrario, las acentúan.

Las fuentes de la desigualdad social están en los primeros años de la vida. Lo que ocurra hasta los ocho años determinará, muy probablemente, lo que cada uno va a ser

Dicho de otra forma, la sociedad española se polariza entre un grupo reducido pero cada vez más rico que dispone de más oportunidades para ser lo que quiere ser y un número creciente de personas que ven como se empobrecen y se reducen sus oportunidades en la vida. Es como una herida en el cuerpo social que se agranda con el paso de los años. En particular, entre los jóvenes y las mujeres; especialmente, las mujeres que son madres solas.

Este dato empírico, surgido de las asépticas estadísticas, parece chocar con la percepción ampliamente extendida entre nuestras autoridades políticas y en la propia sociedad, que tienden a creer que "España va bien".

Pero los datos son tercos. Una institución tan poco proclive a dramatizar las diferencias sociales como el Banco de España pone de manifiesto en su último informe sobre la economía española el aumento de la desigualdad salarial. Es interesante destacar que el aumento del nivel de estudios entre los trabajadores ha contribuido a aumentar la disparidad de salarios. Los titulados universitarios tienen salarios que están por encima de la media y la dispersión de ingresos en este colectivo se amplía, lo que hace que se agranden las desigualdades entre ellos. Las mujeres, por su parte, tienen salarios por debajo de la media, pero las diferencias entre ellas parecen ser menores que entre los hombres.

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En todo caso, si de la aséptica disección de la desigualdad de salarios que hace el Banco de España pasamos a las descripciones más coloristas de los sociólogos y economistas independientes, las cosas se ven más claras; es decir, la desigualdad se acentúa en casi todas las dimensiones que queramos considerar.

Aquellos que tengan interés en un mayor conocimiento de cómo avanzan las desigualdades en nuestro entorno más cercano -ya sea éste Cataluña, España o Europa- tienen a mano una información creciente y de calidad. Entre los estudios económicos, me parecen especialmente relevantes los que viene publicando el servicio de estudios de Caixa de Catalunya bajo la dirección del catedrático Josep Olivé. Entre los estudios de nuestra evolución social les recomiendo leer los trabajos de Gosta Espin-Andersen, un economista y sociólogo danés afincado entre nosotros como profesor de la UPF, a mi juicio uno de los analistas más lúcidos de nuestros males y remedios sociales.

Hay algo especialmente intrigante y perturbador en estos análisis sobre la desigualdad creciente de nuestra sociedad: las fuentes de la desigualdad social están en los primeros años de la vida de las personas. Lo que ocurra hasta los ocho años determinará con muchísima probabilidad lo que cada uno va a ser en la vida.

Apoyándose en los trabajos del premio Nobel de economía de 2000, James Heckman, Spin-Andersen destaca de manera muy elocuente en sus escritos la importancia de un buen inicio en la vida de las personas. En definitiva, la capacidad de aprender y la capacidad de adaptación que tienen las personas en la edad adulta dependen de la enseñanza, los valores y las actitudes que hayan adquirido en la edad temprana.

Los estudios insisten en señalar este resultado. Lo que ocurre a los chavales en esa temprana franja de edad determinará en qué liga jugarán de mayores. Unos lo harán en la Champions, otros en la primera división nacional y otros en categorías inferiores. Pero lo perturbador de ese reparto, desde el punto de vista de la ética y la moral pública, es que no será ni el azar ni la globalización lo que distribuya las oportunidades de la gente para salir adelante, será la educación que hayan recibido en su primera infancia y el marco familiar en que hayan nacido.

La familia, la herencia social, como clave de las oportunidades de los jóvenes. Lo mismo que ocurre con ciertas enfermedades genéticamente hereditarias, la desigualdad tiene también un fuerte componente hereditario. Por lo tanto, cuando hablamos de la libertad y la responsabilidad de los individuos y de su derecho a elegir, no podemos olvidar este dato tan determinista. La responsabilidad recae también en la familia y la sociedad en su conjunto.

Este es un descubrimiento tremendo. Pero tiene su parte buena: al menos sabemos cuándo y dónde actuar para romper el determinismo individual de la herencia social.

Ahora que nuestros líderes políticos y los partidos se van a encerrar durante el verano para elaborar las ofertas de políticas que van a incluir en sus programas para las elecciones de otoño, es el momento propicio para tener en cuenta esta prioridad política: invertir en los niños de hasta ocho años, especialmente en los que nacen en el seno de familias desestructuradas o en situación de pobreza, y en barrios con serios problemas de empleo y marginación. La geografía de la desigualdad es importante.

Los economistas, sociólogos y otros científicos sociales pueden, por su parte, contribuir de dos formas. En primer lugar, elaborando una geografía detallada de la desigualdad. En segundo lugar, diseñando indicadores continuos de desigualdad. Pregúntense por qué a la inflación se le presta tanta atención y tan poca a la desigualdad. Fundamentalmente porque de la inflación tenemos indicadores continuos que presionan sobre los políticos y la sociedad. Cuanto tengamos ese mismo instrumento para conocer cómo avanza la desigualdad, habremos dado un paso de gigante para resolverla. Según un dicho anglosajón, lo que se mide mejora, lo que no se mide empeora.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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