Buscando a Mahler desesperadamente
Arriaga y Barenboim son los protagonistas de estos últimos días del Festival de Granada. El primero de la mano de Paul Dombrecht en el Hospital Real, recuperando su obra al fin rescatada. El segundo, ya un clásico del Palacio de Carlos V, con sus programas comprometidos y densos, arriesgados y aleccionadores.
El concierto de Barenboim y su orquesta el sábado por la noche tuvo dos caras: el logro y el intento, lo que se conoce y lo que se vislumbra. Hablamos de un gran músico, claro está, y por eso es capaz de llevarnos por esos dos caminos, el transitado ya con una madurez dominadora y el que se emprende una y otra vez a la búsqueda de una salida deseada.
Así, su Mozart -el Concierto nº 23- se benefició de la búsqueda de una expresividad romántica, pasada de moda si se quiere, que se alcanzó con creces en un sensacional Andante dicho con delectación, manteniendo el tempo en el filo de la navaja y con unos vientos que parecían provenir de una especie de relectura dramática de alguna serenata o algún divertimento del autor. Música grande por encima del tiempo y de su paso.
Staatskapelle de Berlín
Daniel Barenboim, pianista y director. Obras de Mozart y Mahler. Palacio de Carlos V, 8 de julio.
Con Mahler tiene Barenboim una cuenta pendiente, se acerca a él, lo mide, se mide él mismo y se echa a la espalda todos los riegos del caso. En su Novena Sinfonía el oyente se enfrentaba desde el principio -como en otras citas de esta pareja que no acaba de cuajar- a un esfuerzo que raras veces encontraría su correlato emocional. Es ésta una de las músicas más complejas de desentrañar de todo el repertorio, por su humor cambiante, por su falsa exaltación, por la desolación que encierra. Una música que es un mundo y a la que no basta con querer enamorarse de ella. Hay que entrar hasta el fondo y volver para contarlo.
Barenboim pareció haber llegado a la entraña de este o aquel momento -primó el instante, el plano corto, sobre la ligazón, sobre el relato completo- y resolvió muy bien los finales de cada movimiento, pero en el de la sinfonía la pregunta era inevitable: ¿qué quedaba tras esos pianissimi casi incorpóreos? No la emoción en suspenso sino la evidencia de haber asistido a un intento, apasionante dada la personalidad de su artífice, por transmitir una esencia que se escapaba. Esta vez, además, la Staatskapelle de Berlín mostró demasiadas fisuras, no lució la clase de otras ocasiones y sus metales anduvieron fallones ya desde un inicio al que privaron de misterio.
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