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Columna
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La última copa

La fiesta más esperada en Madrid todos los años es sin duda la del Orgullo Gay. Todo el mundo acude a Chueca, y Chueca se deja oír y sentir con sus carrozas y su aire de libertad hasta en Alpedrete, hasta en los Santos de la Humosa, hasta en Chinchón. Una fiesta, por cierto, en que, según los expertos, los heteros ligan más que nunca. Y así ocurre, que no cabe un alfiler. No hay nada que atraiga más que la alegría y el cachondeo. Todo el mundo tiene ganas de dejar de ser formal y de desmadrarse. Qué liberación dejar de ver el cuerpo propio y ajeno como algo serio y solemne como si estuviésemos mirando un retablo. ¿Por qué no divertirse con él poniéndole unas plataformas de medio metro, volantes y plumas? ¿Por qué no echarle narices y pasearse por la calle en tanga independientemente de la caída de los glúteos?

Jesús, de vivir ahora, entre nosotros, seguro que se habría pasado por las fiestas de Chueca

Es algo que va más allá del sexo y que tiene que ver con exponerse, con curarse de una vez por todas del miedo a uno mismo y a los demás. Es perder susceptibilidad y ganar en sensibilidad. De ahí que los madrileños nos apuntemos en masa al jolgorio.

Al mismo tiempo, con motivo de la llegada del Papa a Valencia, se repartían fotocopias a favor del modelo de familia tradicional, algo que me afianza en la idea de que la humanidad se divide en aquellos a quienes les encanta poner las cosas difíciles y los que facilitan la vida. A la Iglesia le cuesta mucho dar facilidades, siempre está descontenta con la gente, y lo prohíbe todo, poniendo a prueba el sentido común. Parece que siempre está echando un pulso. Y cuando ya no puede más, sale el presidente de los obispos y dice eso de que "la sociedad española está moribunda". A mí personalmente me resultan antipáticos, de una severidad descabellada. Pero me da igual, por un oído me entra y por otro me sale. Sin embargo, la figura de Jesucristo me parece extraordinariamente conseguida y con un tirón impresionante. Sencilla, auténtica, cercana y lejana al mismo tiempo. De ser únicamente cercana, no se la hubiese respetado al cien por cien. De ser únicamente lejana, se la habría temido. Con un mensaje claro, ama al prójimo como a ti mismo. Con un vestuario que se ha fijado muy bien en el imaginario colectivo porque tiene pocos detalles que recordar. Sólo esta simple túnica de algodón ha podido resistir milenios sin perder frescura. Por cierto, ¿qué pasa con la túnica? Podría ser otro filón como la Sábana Santa, como la lanza, como la cruz o como la última cena.

Nunca una cena ha tenido tanto éxito ni ha dado para tantas páginas. La imagen que tenemos de ella es la de los discípulos sentados a los lados del Maestro en fila en una mesa alargada, para la posteridad, cuando lo normal habría sido estar unos frente a otros para hablar cómodamente, puesto que en la otra postura uno sólo se puede comunicar con el de al lado torciendo el cuello. Y resulta paradójico que esta cena que debió de ser bastante parca (pan y un poco de vino) haya generado tanto dinero. Quizá por eso Dan Brown, que le ha sacado el jugo a base de bien, declara que se levanta para escribir a las cuatro de la mañana y que cuando se bloquea se cuelga boca abajo.

También creo haberle oído decir que El Código Da Vinci lo había escrito (no sé si todo o en parte) en una tabla de planchar, lo que sin duda añade una dificultad especial y sacrificio personal. Salvando las siderales distancias, John Cheever escribía en el cuarto de calderas del edificio donde vivía, sujetándose a horario de oficina. Y Fredric Brown se recorría EE UU en los asientos traseros de un autobús y acompañado de una botella en busca de inspiración, y así podríamos seguir. ¿Hay alguien que admita que se puede escribir tumbado en una hamaca frente al mar con una copa de cerveza helada al lado?

Y hablando de copas. De aquella última cena de Jesús con sus discípulos el objeto más ansiado y buscado es el Santo Grial, que ha dado para cientos de historias y aventuras y cuya autenticidad se disputan varios cálices por el mundo, entre ellos el de la catedral de Valencia, de oro, perlas y piedras preciosas sosteniendo el elemento original: un cuenco de ágata, que se aproxima más a la austeridad con que alguien en tiempos pasados hizo el gesto de no estar en contra de la sociedad, sino a favor. Y que de vivir ahora, entre nosotros, seguro que se habría pasado por las fiestas de Chueca.

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