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Español cabal o rufián

Javier Marías

No recuerdo ahora la cita con exactitud, pero en alguna página de su extraordinario Manual para viajeros por España, de 1845, dice el inglés Richard Ford, que sabía de lo que hablaba porque se recorrió nuestro país entero a caballo, que a un solo español se le puede entregar y confiar todo, en la casi seguridad de que lo cuidará y guardará con la máxima honradez y lo defenderá con su vida, si es preciso. El equipaje, la fortuna, un secreto, la propia hija. Podrá uno creer en su palabra a ciegas, o por lo menos a tuertas, y rara vez se verá engañado o defraudado por él. Ese individuo aislado pondrá todo su empeño y asumirá riesgos para no fallar ni decepcionar, y tendrá a gala demostrarse a sí mismo y al otro que es sincero y fiable a carta cabal. Sin embargo, ese mismo español, juntado con cinco compatriotas más -no digamos con cincuenta-, se convertirá fácilmente en un rufián. El grupo se quedará con el equipaje y la fortuna, traicionará el secreto y abusará de la hija. Mentirá, timará, robará, no correrá el menor peligro por salvar lo custodiado, huirá ante los asaltantes o ante el enemigo, uno puede tener la cuasi certeza de que unos cuantos españoles en pandilla lo venderán o lo desvalijarán.

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Con todas las reservas debidas ante este tipo de generalizaciones, siempre he pensado que la observación de Ford no era desatinada del todo, y me ha servido, durante años, para explicarme en parte nuestra tradicional tendencia al individualismo: tal vez no sea sólo que no nos fiamos de los demás, sino que no nos fiamos de nosotros mismos con los demás, como si supiéramos que en compañía nos maleamos y nos hacemos peores, traicioneros, más brutos, menos escrupulosos, más ruines, menos valientes y honrados, unos bribones. Y además, como también apuntara Ford, cuando estamos juntos nos peleamos, nos metemos el dedo en el ojo con causa o sin ella, somos históricamente proclives a la desunión.

Por eso me llama mucho la atención que, de un tiempo a esta parte, la mayoría de los españoles no es ya que busque desesperadamente estar e ir en grupo, sino en masa. En estas semanas del Mundial de fútbol hemos visto reunirse a las masas en la madrileña Plaza de Colón para ver así los partidos, prietas y en masa bajo el calor. Las hemos visto recorrer las calles alemanas con aspecto y actitud innobles: gritonas, bastas, carnavalescas, chuscas. Siento decirlo, pero de todos los forofos de los distintos países, los del mío me han causado la más penosa impresión, y eso que la competencia era fuerte en cuanto a penosidad. Admito que, por ser compatriotas y sentirlos próximos, es probable que los haya mirado con más severidad, por la vergüenza propia -más que ajena- que me producían. Pero no es sólo esta masa falsamente futbolera, dada por definición a la parranda zafia y al histrionismo en busca de cámaras que permitan a los paisanos ver en cada pueblo a cada vástago histrión. En España hay tantas manifestaciones diarias que no es normal. Raro es el día en que mi ciudad no es tomada por masas o por grupúsculos, tanto da, que protestan en alboroto "lúdico" por cualquier cosa. Dada la abominable situación de Madrid, que ellos hacen aún más odiosa, yo estoy casi siempre dispuesto a concederles a priori la razón -excepto cuando son los obispos, que desprecian ésta-. Pero cuando veo a esas masas en plan festivalero, con silbatos y tambores y bandurrias y bongos, con su vocerío de cancioncillas y pareados "divertidos", a menudo disfrazadas de falleros o de chirigoteros, me cuesta tomármelas en serio y se me aparecen como un síntoma más de la enfermedad de andar en grupo, de juntarse en mogollón, de chillar en tropel, todo lo cual suele darse también en los fines de semana, en los botellones, en los centenares de festejos de cada localidad y hasta en algunas exposiciones de pintura, a las que demasiados parecen acudir tan sólo porque ven en televisión que allí acuden bastantes como para formar una bonita e insensata masa si nos animamos los demás.

En verdad es extraña esta pasión española actual. Si no por lo que señalaba Ford, sí al menos por lo siguiente: si uno aísla con la imaginación a un berreante forofo, o a un manifestante con estridente pito, o a un gañán de botellón, o a un beato desafinante en procesión, apenas le cuesta aceptar que podría entenderse con él, comprender sus motivos, mantener una charla sin dificultad. Las personas, una a una -de esto no me cabe duda-, son mucho más civilizadas, interesantes, gratas, razonantes, incluso más conmovedoras a veces. En grupo o en masa no son nada de esto, y sin embargo los españoles tienden, cada vez más, a no ofrecerse casi nunca en su individualidad. Parecen gustarse sólo cuando son indistintos, sólo así sentirse cómodos y a sus anchas. La masa, por supuesto, también da miedo, y en momentos pesimistas me pregunto si no será eso justamente lo que mis compatriotas, quizá sin saberlo, aspiran a dar. Eso sería lo peor de esta pasión o enfermedad, porque haría del todo certero, entonces, el ya viejo dictamen de Ford: agruparse para envilecerse, y no haría falta nada más.

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