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Columna
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Visitas Papales

Cuando el Papa Sixto IV llegó a Florencia en la primavera de 1478 lo acompañaba una comitiva de treinta ballesteros a caballo y cincuenta infantes, todos vistosamente ataviados con túnicas bordadas y gualdrapas de plata. En las grandes ceremonias del Vaticano siempre se ha repetido esa escenografía de terciopelos, brocados y bandas tornasoladas que exhiben prelados y cardenales ante los fieles de todo el mundo mientras reafirman su fe en un Dios semidesnudo cubierto apenas con un lienzo de lino enrollado a la cintura y clavado de pies y manos a una cruz. A ese Cristo cualquiera puede imaginárselo dudando de su propia existencia ante el discurso intimidatorio de algunos pontífices y ciertos prelados que se han metido de pies a cabeza en el barro de este mundo. Desde sus púlpitos de mármol se lamentan de la investigación con células madre y de la libertad de matrimonio con la misma disposición cerril con la que en otro tiempo condenaban a la hoguera a cualquiera que se atreviera a insinuar que la tierra giraba alrededor del sol. Hoy las trompetas de plata de los pajes cardenalicios son los altavoces de la COPE y los púlpitos de bronce y mármol han sido sustituidos por el lujo cibernético. El altar sobre el que Benedicto XVI oficiará la misa en este domingo valenciano goza de un microclima artificial que nada tiene que ver con el de esta ciudad herida, muy distinto al que hace sólo unas semanas sufrían cientos de inmigrantes hacinados bajo ese mismo puente.

Cierto que hubo Papas menos pomposos y más simpáticos como Juan XXIII que, aún sin compartir sus convicciones, cualquier incrédulo podría recibir en su casa con una sonrisa franca y el menú del día; también hubo Papas relojeros como Silvestre II que construía cuadrantes solares para medir el corazón del tiempo; Papas breves como Juan Pablo I que quería investigar las finanzas vaticanas y murió misteriosamente después de una cena frugal a base de sopa de pescado y judías verdes y cuyo certificado de defunción ningún médico quiso firmar. Por haber, hubo Papas que hasta llegaron a creer en Dios.

Cuando Sixto IV entró Florencia llevaba ya algún tiempo como cabeza coronada de un estado muy poderoso y estaba implicado hasta las cejas en todas las intrigas políticas de la época. De hecho su visita fue el detonador de un aparatoso golpe de estado contra el poder civil de la República florentina en aquel tiempo encabezada por Lorenzo de Médicis, llamado el Magnífico. El 26 de abril de 1478 en el altar mayor de Santa Maria del Fiore, en el momento culminante de la misa, cuando el sacerdote elevaba el cáliz con el pan consagrado, los conjurados sacaron los puñales bajo sus capas de terciopelo y se abalanzaron sobre la familia de los Médicis. Aquel día la historia de todo el occidente cristiano estuvo a punto de dar un vuelco fatal, pero finalmente el Renacimiento hizo valer su confianza en el hombre, en el Universo y en la geometría.

En la actualidad muchos cristianos de buena fe creen que la religión debe pertenecer a la intimidad de cada cual, al margen de la esfera pública. Sin embargo aquí la Conferencia episcopal quiere proclamar la unidad de España como dogma de fe. Por lo visto Dios puede ser trino y uno al mismo tiempo, pero la patria, no, aunque así lo hayan decidido los ciudadanos. Y en esas estamos a día de hoy.

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