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¿Enseñamos bien?

No hay país en que el tema de la educación no sea epicentro de polémicas, debates y normalmente de conflictos. A la natural rebeldía de los adolescentes suele añadírsele una mala relación entre las agremiaciones de docentes y sus respectivas autoridades, potenciándose así un contencioso cuasi permanente cuyo orden del día no pasa de tres o cuatro puntos: remuneraciones docentes; porcentaje del presupuesto global dedicado a la educación; participación de profesores, alumnos y padres en la administración del sistema; algunos beneficios de posible asignación a unos y otros, y poca cosa más.

Para decirlo con claridad, de la educación, poco o nada. De por qué las matemáticas nos cuestan en todos los países latinos; de por qué en América Latina las evaluaciones PISA (hechas por la OCDE cada tres años en lectura, matemáticas y ciencias) ubican muy mal a los pocos países que se atreven a examinarse; de por qué España e Italia figuran por debajo del resto de Europa; de por qué el mismísimo EE UU tiene poco rendimiento para lo que gasta; de por qué, invariablemente, Finlandia, Corea, Hong Kong y Japón aparecen siempre delante, de todo eso que debería ser el corazón del debate, no hablamos.

Cuando en el 2004 aparecieron los resultados de la evaluación PISA del año anterior, comparada con la del 2000, se trató el tema durante algunas semanas en los países que se dieron por aludidos, pero por allí quedaron las cosas. La vida siguió su curso y preferimos cobijarnos todos en el resultado más favorable que cada uno pudo encontrar. En mi país, el Uruguay, por ejemplo, nuestro orgullo nacional quedó a salvo porque nos ubicamos por encima de Brasil y México, pero da la casualidad que en una tabla de 40, donde se analiza el porcentaje de jóvenes de 15 años que se ubican en el nivel del 5% mejor o del 1% peor, sólo superábamos a 6, y nuestros dos grandes hermanos, sólo a 2.

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El tiempo ha seguido andando y todos hemos progresado cuantitativamente: en América Latina hoy asisten más niños a las preescolares, con un crecimiento explosivo que supera incluso el promedio de la OCDE; hay más jóvenes matriculados en la secundaria; hay menos deserción en la escuela, los niños están más tiempo en ella, en fin, hay un esfuerzo importante que no se puede desconocer. Él vale, además, y mucho, desde el punto de vista de la equidad democrática, pues la universalización de la matrícula en la educación preescolar y primaria significa que se ha llegado al núcleo más duro de la marginalidad.

Quienes hemos estado sumergidos en ese esfuerzo, desde un lugar u otro, podemos sentir que algo hemos hecho. Pero inmersos en la sociedad de conocimiento, en medio de una turbulenta revolución científica y tecnológica que todos los días nos ofrece magníficos logros y, a renglón seguido, nuevos desafíos, ¿podemos pensar que estamos acercándonos al mejor nivel, que estamos reduciendo la brecha que nos separa de los mejores? Desgraciadamente, no. Y oportuno resulta repetir que los mejores no son los que gastan más ni quienes poseen mayor tradición en la materia. Que los quinceañeros de Finlandia, Japón, Hong Kong y Corea se reiteren como los mejores en matemática y ciencia, nos desafía. La mayoría de esos países han arrancado de muy atrás, cuando no de las ruinas, como Corea y Japón, que hace medio siglo eran una cordillera de escombros.

Parecería llegada la hora de que, sin enojos ni fundamentalismos corporativistas, como sociedades, definiéramos exactamente qué queremos de la educación, fijemos sus metas, evaluemos con objetividad y persistencia los resultados y establezcamos responsabilidades adentro del sistema. Esto es dramático para el caso latinoamericano, pero no es despreciable tampoco, por lo que va dicho, para los países desarrollados con gran tradición educativa.

No ignoro que con esta afirmación estoy desafiando a un coro que invocará al unísono el equilibrio psicológico del educando frente a la exigencia de resultados, la formación humana sobre la preparación para el trabajo, el valor del conocimiento puro sin ataduras a la realidad, la preservación de la armonía espiritual del adolescente amenazado por el trauma insuperable de los exámenes y las evaluaciones. Todas ellas causas nobles, pero no más nobles y humanistas que aquella de que los adolescentes lleguen bien preparados a la Universidad y que quienes no puedan alcanzarla, posean una adecuada comprensión lectora en su propia lengua, estén capacitados para resolver problemas matemáticos que les planteará la vida diaria y hayan adquirido la mínima cultura científica que les permita seguir aprendiendo en la vida lo necesario para sobrevivir.

¿Quién ha demostrado que fijar metas y pedir resultados es incompatible con una saludable formación espiritual, cívica y humana? Corregirle un texto con faltas a un niño en la escuela no es sólo deber de la maestra, sino el mayor bien que a él se le pueda hacer. Por supuesto, podemos traumatizarlo si lo hacemos de mal modo, pero ello es simplemente mala pedagogía. Lo peor le ocurrirá cuando vaya a una fábrica a trabajar y no comprenda bien el manual de su máquina o que, aspirando a ser médico o abogado, se frustre en el primer año de su carrera por carencias que aparecerán ante la mayor exigencia académica.

En una palabra, cuantitativamente avanzamos, pero cualitativamente nos venimos desbarrancando. Y si dudamos de estadísticas, observemos la televisión, especialmente en los informativos, y nos vamos a asombrar, muchas veces, del modo de hablar y razonar de nuestros congéneres comunes tanto como de muchos de los iluminados entrevistados o habilidosos conductores. Un baño de realismo nos está reclamando a todos, establecer claramente qué le pedimos a la educación, determinar las metas de aprendizaje y, ya que estamos en el siglo XXI, entender que lo primero es leer y comprender, no dejarse arrastrar por la aversión a los números y asumir que, nos guste o no, las ciencias nos reclaman. Lo que no es embrutecernos, como ya Voltaire nos lo dijo, y hace rato, sino percibir que el futuro no es de quien sabe esperar sino de quien sabe prepararse.

Julio María Sanguinetti es ex presidente de Uruguay.

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