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Columna
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Una escultura proteica

Está sorprendiendo a los transeúntes la enorme pieza de acero cortén plantada, por así decirlo, en el parque de Doña Casilda, en Bilbao, a cuatro pasos de la entrada al Museo de Bellas Artes. Nadie sabe lo que es y quieren saber qué es. Quienes se acercan a ella dan vueltas en su derredor. "Parece como el casco de un barco varado", aventura alguien. Se diría que a todos les choca, mas, al parecer, no deja indiferente a nadie.

Antes de empezar a crear un enigma, aclaremos que se trata de una escultura del estadounidense Richard Serra. La pieza tiene relación con las ocho monumentales esculturas instaladas en el Museo Guggenheim Bilbao, bajo el título La materia del tiempo. Más concretamente con la última realizada según el orden cronológico de ejecución. Si en todas las demás esculturas el espectador las recorría por dentro, las habitaba en su interior, y al final salía de cada una de ellas, en esa última el recorrido interior concluía en un cerramiento, un tope que impedía el paso, ya que no existía salida alguna, salvo para anunciar, con toda probabilidad, que aquello era el punto cero de la escultura del propio Serra.

"La obra se torna cambiante, sin descartar que genere un halo de inquietud"

Pues bien, la escultura del parque está gestada al modo de cómo se gestó esa última aludida. Lo que ocurre es que ahora no existe el interior. Mejor dicho, existe pero no es visible. La escultura es lo que se ve. El espectador no puede acceder a ella y recorrerla desde el interior. Ahora sólo le queda la posibilidad de hacer ese recorrido de manera externa, abarcándola-recorriéndola en su totalidad periférica. Ante sí tiene una escultura de forma elipsoidal, con dos terminaciones o extremos en ángulo agudo. El eje mayor con una longitud de unos 12 metros y el eje menor de cerca de 3,50 metros. La escultura está hecha con dos grandes planchas, una cóncava y otra convexa, de 6 centímetros de espesor. La altura de las planchas es de 3,50 metros.

La posición de la escultura está inclinada hacia un lado, dando la impresión que de un momento a otro puede volcar. Pero no volcará, aunque pueda parecerlo. A partir de esa inminencia de lo posible -que nunca se hará posibilidad-, y a medida que el espectador la contempla desde todos los puntos de vista imaginables, la escultura se torna cambiante, sumamente sugeridora, sin descartar que genere un halo de inquietud por su posición inestable en el espacio. Si el espectador la mirara de perfil desde uno de sus ángulos verá una inclinación hacia un lado, en tanto si la mira desde el extremo opuesto la inclinación será hacia el lado contrario.

Si la mirada fuera en sentido longitudinal, y desde una posición determinada, uno de los lados aparecerá rigurosamente perpendicular, mientras el otro lado sigue inclinado. No hará falta decir que desde otra posición la perpendicularidad y oblicuidad son intercambiables.

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Todas esas posiciones cambiantes, a tenor por la multiplicidad de recorridos posibles, dan como resultado una escultura proteica, llena de ricos matices. Su condición de perenne inestabilidad, trae aparejada una espacial desestabilización visual, lo cual es una marca muy particular dentro del quehacer de quien está considerado uno de los mejores escultores vivos del mundo.

Lleva pocos días en ese entorno, y nos parece que el entorno ha ganado. Para mayor ganancia cabe aducir, siquiera como metáfora, que las canciones de los nidos del parque se sumarán diariamente al magnífico espectáculo del ver y sentir. Ahora hace falta que los transeúntes en vez de perder el tiempo en imaginar y querer comprender lo que es, mucho mejor será que observen la escultura y la vean tal cual es.

Como refrendo a esta idea, la atmósfera localista del lugar nos lleva a recordar la siguiente advertencia, plena de razones: "Todo el mundo quiere comprender el arte contemporáneo, y nadie se para a comprender el canto de los pájaros".

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