Hay que conquistar China
En este mundo gobernado por la economía, los números lo resumen, lo aclaran y, en el peor de los casos, hasta lo justifican todo, pensó Juan Urbano, e inmediatamente se le vino a la cabeza aquel verso demoledor de Federico: "Debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato". Estaba sentado en una terraza de Rosales, disfrutando de las bocinas de los coches, las sirenas de la policía y el motor lleno de toros a medio matar de los autobuses, y le llamó la atención una noticia del periódico que hablaba de un proyecto de la Comunidad llamado Plan Asia, que pretendía incrementar el número de turistas chinos que visitan Madrid. La explicación estaba llena de millones: los chinos son 1.300, diez de cada cien tienen un alto poder adquisitivo y, cuando viajan, cambian yenes en euros sin parpadear. Fíjense, el 10% de ellos es tres veces nosotros: de esa cifra emanaba el olor de la palabra dinero.
Como parte de su Plan Asia, la Comunidad acababa de publicar, según leyó Juan, un Manual de acogida del turista chino en Madrid, que iba a distribuir en hoteles y restaurantes de la región y en el que se explica la forma de tener contentos a nuestros visitantes orientales: por ejemplo, nunca hay que ofrecerles habitaciones en la cuarta planta, ni que acaben en cuatro, porque para ellos ése es un número que atrae a la muerte; y también conviene que se incluya un calentador eléctrico de agua en sus cuartos, para que puedan prepararse té. El libro también decía, según el diario, que los ciudadanos chinos suelen llegar a Madrid desde Pekín, Shanghai, Cantón, Tianjin, Zhejiang y Jiangsu, y Juan Urbano se repitió esos hermosos nombres que parecían llenos de cascabeles, los imaginó fascinantes y tuvo el deseo de visitarlos alguna vez, y pasear por sus calles de la mano de su chica mágica. Eso sí, como era un hombre adicto a la reflexión, saltó rápidamente de la fantasía a las preguntas: "Si lo hiciera y los ayuntamientos de esos lugares pretendiesen acondicionar las habitaciones de sus hoteles a nuestras costumbres, ¿qué habría en ellas? ¿Cómo creen que somos, en general, y qué cosas pensarán que nos resultan imprescindibles? Y algunas de esas cosas, ¿serían verdad o sólo serían tópicos?". Se le formó en la mente una alcoba decorada con capotes de toreros, un póster del Real Madrid y un plato de jamón, y se sintió un poquito Schopenhauer, pero también se le ocurrió que igual algunas de las cosas con las que iban a darles la bienvenida a Madrid a los chinos podría dejarlos a ellos de piedra. "O sea, que está bien que se interesen por su cultura, pero no se me pongan folclóricos, ni cometan el error de pensar que, aunque sean muchos, son todos idénticos", le dijo a nadie, mientras pedía al camarero la cuenta, lo cual en Rosales es como pedir que te extirpen el bazo. A Juan siempre le había maravillado la cultura china, y su casa estaba llena de libros de poemas de Li-Po, de autores de la dinastía Tang, y también había leído un par de tomos que estudiaban su arte y su historia; y, como no podía ser de otro modo tratándose de un aficionado a la filosofía, un hombre acostumbrado a columpiarse en los trapecios de la meditación, en su biblioteca ocupaba un lugar honorable, que no decisivo, la obra de Confucio: le encantaban sentencias del tipo "el que tropieza y no cae, avanza dos pasos".
También le desagradaba no sólo que China fuera un país aún muy autoritario y desigual, en el que las libertades son pocas y se vulneran los derechos humanos, sino además que los demás países cerraran los ojos a todo eso, en nombre, una vez más, de la economía. Que todo el mundo quisiera a China como socio comercial demostraba que lo único que les interesa a los ricos occidentales son los ricos orientales, y que las personas que sufren importan infinitamente menos que aquellas a las que se puede vender algo. Se alejó pensando en el avión que los iba a llevar a él y a su amor a aquel país de maravillas. Se quedó dormido al llegar a su casa, con un libro de Li-Po en la mano, el poeta que se ahorcó al intentar tocar la luna que se reflejaba en un lago, y soñó que todos los países tenían una misma constitución: la Carta Universal de los Derechos Humanos. Este Freud, qué liante es.
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