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Columna
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Horchata con subsidio

Vicente Molina Foix

Hace no muchos días se celebró en Madrid un simposio, congreso, máster o mesa-redonda sobre las tapas. Vi con gran apetito en estas mismas páginas y en otras las fotos de bandejas repletas de delicatessen confeccionadas para la ocasión, pero acabó la feria, el cenáculo, o lo que fuese, y la imparable decadencia de la tapa a la antigua usanza continúa. Es otra de las paradojas de nuestra cultura: hemos logrado implantar en el mundo la idiosincrasia del tapeo y el alma del bocadillo de calamares, y estos dos regalos del paladar se encuentran hoy por doquier en sofisticados locales de Londres, Nueva York y París, o en modestos bares de Marruecos, donde los allí llamados bocadios han desplazado a los untuosos croque-monsieur franceses y a los panini de extracción italiana. Donde resulta una odisea encontrar un buen bocata o una tapa comme il faut es aquí.

Es verano, y apetece -después de degustar una ración de gambas al ajillo sin telaraña de aceite en la superficie- un helado. Pues estamos en las mismas: una ciudad como Madrid, eminentemente turística y sita en un país del extremo sur de Europa, ofrece actualmente muchísimas menos oportunidades de tomarse un buen granizado de limón o un cono de chocolate con pistacho que cualquier capital nórdica de Europa. Por no hablar de la horchata, según algunos condenada a la extinción como especie en libertad. La Comunidad Europea ha puesto la proa, dice ella que por razones de higiene, a la elaboración casera de este delicioso refresco de chufas, y pronto la horchata sólo se producirá asistidamente, como el lince ibérico: en la cautividad de un envase (o probeta) que sabe a rayos.

Sigue habiendo terrazas, tascas, cafeterías y meccas del jamón, pero no es eso, no es eso. En Madrid, y exceptuando unos reducidos parques temáticos de la tapa concentrados (cada vez menos) alrededor de la plaza Mayor, la calle de Echegaray y la zona de Atocha, ya no quedan aquellos bares encantadoramente grasientos donde campaba la oreja a la plancha y el callo madrileño. Abundan, al contrario, las vinotecas y las cadenas de falsas cervecerías tradicionales, donde la decoración y el pincho responden al mismo concepto de moda, la franquicia, horrorosa palabra tan fonéticamente emparentada con Franco. ¿Serán las nuevas franquicias otra herencia ideológica del Caudillo?

Vuelvo al hielo, que en estas fechas resulta más idóneo que meterse en el cuerpo unas patatas bravas. Hace tres días viví dos experiencias frustrantes en torno a los helados. Recordaba yo con gusto algunos cucuruchos de las heladerías de la plaza de Santa Ana, y allí me dirigí una tarde. La plaza se ha convertido en una de las grandes horteradas de la ciudad, pese a tener a un lado la fachada noble del Teatro Español y enfrente, todavía en obras, la no menos espléndida fábrica del hotel Victoria. En Santa Ana se puede ver la cara más fea del turismo, pero yo no iba a eso, sino a tomarme una horchata. No hay. Las dos heladerías recordadas por mí sirven ahora horripilantes bolas industriales y todas las pizzas que usted quiera, pero no el antiguo helado artesanal. Como tenía el antojo, me puse a buscar una heladería, sin éxito; las dos que encontré cerca de la Puerta del Sol, aparte del riesgo inherente a cruzar esa plaza hoy amurallada, dan helados norteamericanos con cierto aroma a macguffin. También abundan los puestos callejeros de venta de polos y similares, pero se trata una vez más de productos estándar: más franquismo. Añado como dato anecdótico pero por desgracia sintomático de la mortecina noche madrileña que, cuando ese mismo día, volvía a casa, vi en la calle Goya el anuncio de una heladería, y aunque habían pasado tres horas desde mi antojo, quise satisfacerlo. Era viernes, y la hora las 23.15. No pude. La heladería, en una de las grandes arterias de Madrid y en un día tórrido de fin de junio, ya estaba cerrando.

Cuando tiene una cierta edad, el columnista de periódico tiende a la elegía. Todo lo bueno conocido desaparece: el bar Balmoral, los cines Luna y Azul, la tienda Madrid Rock, las gambas con gabardina de hechura nacional. En Narváez y Conde de Peñalver (y juro que esto no es propaganda pagada) continúan dos quioscos donde se pueden tomar excelentes granizados y horchatas indies, pero cada año espero con angustia la llegada del verano. ¿Abrirán? ¿O habrá que pedir para ellos, como para la anchoa del Cantábrico y el teatro Albéniz, medidas preventivas?

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