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Besad en la mejilla al traidor

Estando cerca los duelos de la Semana Santa, cuando con desigual entusiasmo los católicos españoles se prestaban a conmemorar los sangrientos episodios de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, dos noticias surgieron y se extinguieron juntas en el fugaz destello de la actualidad informativa.

En una choza alejada de todo bullicio, en el distrito irlandés de Co Donegal, fue encontrado sin vida el cuerpo de un huraño y envejecido héroe nacionalista. Denis Donaldson, compañero carcelario del legendario Bobby Sands, jefe del aparato administrativo del Sinn Fein en el Parlamento de Stormont y colaborador cercano al líder republicano Gerry Adams, fue asesinado de un tiro y casi nadie evitó vincular el crimen a una inesperada y lacónica confesión. Mientras parecía irse encauzando el proceloso plan de paz y desarme irlandés, Donaldson tomó la decisión de sorprender al mundo -y a sus atónitos camaradas- reconociendo que a pesar de su ejemplar trayectoria de lucha y sacrificio nunca había sido más que un agente de la Corona Británica, un infiltrado a sueldo de los servicios de espionaje inglés.

Es insondable la consternación que sus palabras causaron entre los seguidores de la causa republicana y tremenda la doble humillación sufrida al calcular cuántas veces habrían sido traicionados por uno de sus dirigentes.

Por las mismas fechas, la sociedad National Geographic anunciaba la inminente publicación de un papiro escrito en lengua copta hace 1.800 años y conservado en el fondo de una cueva hasta su descubrimiento en 1970. Después de pasar por las codiciosas manos de sucesivos traficantes de antigüedades, el manuscrito ha sido nuevamente rescatado y puesto a disposición del equipo suizo encargado de su transcripción y traducción. A su director, el anciano profesor Rodolphe Kasser, le ha correspondido el privilegio de restaurar un documento que se daba por perdido.

Tratados por la Iglesia Católica como herejes, y sometidos por ello a la suerte que les tenían preparada, los autores del sorprendente Evangelio de Judas, condenados por la doble afrenta de ensalzar a un traidor y suicida, descubrieron en Judas al predilecto y mejor informado amigo de Jesús. El más generoso y valiente de los apóstoles.

El encuentro de estos personajes -Donaldson y Judas- ha durado poco en la azarosa compaginación de los periódicos, pero el juego de simetrías entre la felonía del traidor disfrazado de patriota y el sacrificio del amigo disfrazado de traidor enriquece el significado de una figura que nos habíamos limitado a denostar.

La invención del traidor y su vitalidad a lo largo de nuestro ciclo cultural es algo que llamó poderosamente la atención de Jorge Luis Borges. Tanto que en 1944 el escritor argentino incluyó en su volumen Artificios dos cuentos dedicados precisamente a los asuntos que ahora publica la prensa: la traición en la epopeya nacional irlandesa y la especulación sobre la verdadera naturaleza de Judas.

En el Tema del traidor y del héroe, con la avara y elegante economía de recursos narrativos que le hizo célebre (más que cuentos, sus ficciones son menciones), Borges cuenta el secreto del heroico y bello asesinado Fergus Kilpatrick. Un dirigente audaz admirado por su arrojo y carisma pero finalmente descubierto como el delator que ponía a sus propios hombres en manos del enemigo.

Una vez superada la congoja que agobia a los jefes republicanos, el traidor es condenado a muerte. Aunque para evitar los males derivados de la verdad se le concede la gracia de morir asesinado como el patriota que dijo haber sido. Kilpatrick pasa luego a la historia como un mártir de la causa.

El enigma de la complicidad entre credulidad y engaño se prolonga en el cuento que Borges dedica al fundador de la traición, al patrón de los delatores. En Tres versiones de Judas nuestro autor elabora unas hipótesis alternativas a la lectura devota delEvangelio canónico. En la primera versión se presenta a Judas como un revolucionario impaciente que quiere precipitar el levantamiento contra Roma. La segunda versión lo describe como el más serio y consecuente de los Apóstoles: si Dios se rebaja a ser hombre, el hombre que lo ayude a cumplir su misión bien puede rebajarse a ser un traidor. La tercera versión es la más imaginativa y radical de las herejías y ni siquiera los cainitas se atrevieron a pensarla. Dios descubre la magnitud de la perdición a la que se aboca una Humanidad cruel y estúpida y comprende que morir por ella una sola vez no será suficiente. En el drama de la redención que ha ideado se reserva un papel más eficaz. Una inmolación permanente, vivir siempre en perpetuo desprecio y maltratado, permitirá redimir a los hombres una y otra vez: Dios se encarna en Judas.

Las relaciones entre literatura y realidad son tan sofisticadas como confusas. Hoy leemos en la prensa lo que Borges consideraría prefigurado en sus narraciones pero no hace falta imputarle veleidades proféticas para apreciar estas curiosas correspondencias. A veces nos parece evidente que los conflictos humanos suministran material inédito a las tramas de la ficción pero otras reconocemos en las historias imaginarias el modelo que imitan los humanos desorientados. El argumento recitado desde el púlpito durante 1.700 años ha tenido una obvia influencia en el estilo con que la sociedad europea se gobierna a sí misma. A lo mejor no se ha perfeccionado el heroísmo moral proclamado pero sin duda se ha conseguido canalizar el odio colectivo hacia esa nueva versión de chivo expiatorio elaborada por los evangelios (los artistas siempre vieron a Judas con cara de cabra enloquecida).

Esta popularidad nos permite comprender la fascinación que hoy excita la personalidad de Judas Iscariote y nos ayuda a rastrear el origen de la sospecha que su comportamiento ha levantado a lo largo de los siglos. Pues gran parte de los dilemas y dificultades de su figura provienen de los problemas narrativos que los evangelistas no supieron resolver.

Es tan inverosímil el papel de Judas en el drama -¿para qué lo necesitaba el Sanedrín, o Roma, o el populacho?- y tan postiza la tarea asumida en la escena del prendimiento -¡un beso en la mejilla!- que no hay modo de perdonar a los autores su indolencia. Sólo la fuerza dramática del atormentado arrepentimiento de Judas y lo ominoso de su falta explica que se haya pasado por alto la falacia de su inexplicable aparición en escena.

Quizá los autores se sintieran obligados a plagiar de un desconocido precedente literario la necesidad del traidor o su talento creativo fuera suficiente para inventar al personaje aunque no para justificarlo en la lógica de la acción. Quién sabe. Lo cierto es que los autores de este nuevo drama sobre el tema del dios sacrificado aceptaron introducir en su relato al fundador de la traición y así pudieron legarnos la poderosa leyenda que ha conformado desde entonces un recurrente reparto de papeles. El traidor ha venido siendo no sólo el decepcionante hombre leal al otro bando, sino el vivo equivalente de aquel terrible traidor de Dios, el más abyecto de los pecadores.

Sin embargo, y contrariamente a lo que suele creerse, las deficiencias narrativas no son fruto únicamente de autores cansados proclives a concluir irreflexivamente sus historias. A veces los acontecimientos se despliegan ante nuestra perpleja mirada sin que sepamos a quién atribuir las incongruencias que nos confunden. La confesión y asesinato del falso dirigente nacionalista Donaldson es un buen ejemplo. Si nos negamos a considerar la desesperación como causa de su suicidio, no es fácil entender qué diantre pretendía conseguir poniéndose al alcance de la ira de sus antiguos camaradas. ¿Fue su confesión un último servicio de lealtad a la Corona británica? ¿Quiso desmoralizar a los nacionalistas irlandeses poniendo en duda la fidelidad de sus dirigentes? ¿Intentó demostrar a sus jefes el riesgo de confiar en los terroristas? ¿Quiso ser el primero en abrir la caja de los truenos, la caja de los traidores ocultos?

En algo de todo esto debía estar pensando Martin McGuiness, número dos del Sinn Fein, el brazo político del IRA, cuando leyó en la prensa las declaraciones de un antiguo miembro del servicio de espionaje británico, en las que le denunciaba como un espía a las órdenes de su Graciosa Majestad. Obviamente, el líder republicano cuyo rostro circunspecto y simpático se ha hecho tan popular en todo el mundo, se apresuró a negar la imputación. ¿Qué otra cosa podría hacer un hombre acusado de ser un Judas?

Entre los dilemas de perturbadora elección que deberá afrontar el Gobierno español durante su negociación con ETA estará el expediente de los traidores. Pues en modo alguno podrá consentir que mientras se cumplen o agotan las fases del acuerdo se lleve a cabo un metódico y furtivo ajuste de cuentas.

Será interesante ver entonces cómo contribuyen los dirigentes de ETA a resolver el asunto y comprobar el tratamiento que finalmente dan a sus íntimos y familiares traidores. Después de cuatro décadas de aquelarre sangriento habrá que ver cómo se descubren los delatores abnegados, los mentirosos impostores, fervorosos impostados, crédulos engañados, asesinos disfrazados, falsos disidentes, falsos dirigentes, falsos neutrales, pistoleros, confidentes, mercenarios y psicópatas emboscados. ¿Los considerará ETA parte sustancial del compromiso que debe firmar? ¿Les concederá el perdón y la amnistía que ella misma espera y exige recibir?

Si es cierto que los agentes de ETA están dispuestos a firmar la paz definitiva con el Gobierno deberán encontrar cuanto antes a sus traidores y pensar, a la luz del Evangelio de Judas, qué mejilla les conviene besar. Pues ahora ya sabemos que el traidor puede ser el más fidedigno de los cómplices.

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