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La sentencia del ruido

Ángel García Fontanet

Hace unos meses, la Audiencia de Barcelona dictó una sentencia por un delito de contaminación acústica.

Los hechos son, en síntesis, los siguientes: un ciudadano propietario de un bar restaurante, careciendo de licencia municipal, de funcionamiento y apertura para proceder al inicio de su actividad, por su cuenta y riesgo y sin autorización administrativa abrió su establecimiento, sin haber adoptado las medidas necesarias para evitar molestias, daños o perjuicios a los vecinos. Entre ellos, los derivados de los ruidos provocados por las instalaciones de esa actividad, que impedían el descanso y el sueño de aquéllos.

La citada sentencia condenó al propietario del bar restaurante, entre otras, a pena de cuatro años de prisión, clausura de su establecimiento durante tres años y pago de varias indemnizaciones por un importe de 32.000 euros. Esta vez, el infractor pagará un elevado precio por su conducta.

La corrección jurídica de la sentencia es compatible con una cierta preocupación que podría resumirse en estas preguntas: ¿no resulta excesiva la pena de prisión impuesta aunque esté ajustada a la ley?, ¿es la vía penal la adecuada para la ordenada solución de los derechos e intereses enfrentados en este caso y en otros análogos?

La primera cuestión puede enmendarse mediante la concesión de un indulto parcial que evite el ingreso en prisión de esa persona. La dureza objetiva de la sentencia aconseja esa medida de gracia; la pena de prisión resulta desproporcionada.

La solución de la segunda es más ardua y plantea otro interrogante: ¿por qué los perjudicados denunciaron los hechos ante el juez de instrucción motivando así el comienzo del correspondiente proceso penal?

La respuesta es sencilla: la autoridad municipal durante un año no logró clausurar la actividad denunciada por los vecinos, a pesar de sus reiteradas órdenes e intervenciones. Llegó, incluso, a intentar precintar el bar restaurante, y no lo logró, en definitiva, por la resistencia de sus trabajadores.

Esta historia, quizá con ciertos ribetes extremos, es no obstante representativa de otras muchas semejantes que suceden cada día en las grandes urbes. El papel de los ayuntamientos para administrar equilibradamente los intereses contrapuestos presentes en cada caso está revestido de auténtica dificultad.

Por una parte, está la complejidad del procedimiento administrativo con sus garantías para todos, utilizadas a veces de manera abusiva o fraudulenta por los interesados.

Los asesores de los particulares tampoco deberían olvidar los principios de lealtad y probidad profesional.

La regla del todo vale es inmoral y califica a los que la utilizan.

Por otra, los derechos e intereses de las personas promotoras de actividades generadoras de riqueza y de puestos de trabajo, y -no se olvide- de tributos para el funcionamiento de los servicios públicos del Estado de bienestar.

Están presentes también, desde luego, los de los ciudadanos, especialmente los vecinos de la actividad, cuya tranquilidad y salud resultan, en ocasiones, gravemente perturbadas. Y esos vecinos precisan protección; también ellos pagan impuestos.

¿ Qué hacer para el encaje razonable de todas estas realidades? No resulta fácil.

Podrían contribuir a su remedio los siguientes factores: 1º) una mayor celeridad en la actuación administrativa, 2º) una superior presencia del principio de confianza en las relaciones entre el Ayuntamiento y los ciudadanos, que evitaría trámites, acompañada de una severa y urgente actuación sancionadora de la Administración en los casos de vulneración de esa confianza otorgada, 3º) el establecimiento de un sistema de funcionamiento parcial, provisional y controlado de la actividad, coordinador y compatibilizador de los derechos de todos, 4º) comunicación a los colegios profesionales, en su caso, del proceder abusivo o carente de ética de sus colegiados, y 6º) otorgamiento de ventajas o beneficios fiscales o de otra índole a los cumplidores de la normativa aplicable. Incentivar y premiar la colaboración ciudadana es una política acertada y realista. La vida en comunidad obliga a esos sacrificios y concesiones, así como a la búsqueda de medidas imaginativas. El necesario pero duro principio de legalidad, si es aplicado sin matices, no es suficiente para abarcar la compleja realidad social.

El prestigio de la autoridad municipal exige el cumplimiento de su propia normativa, de oficio, es decir, aunque no exista denuncia de los afectados. Se impone una potenciación de los servicios de inspección.

Una última cuestión: todo lo que se haga en favor de la igualdad real de los ciudadanos será poco. En esta línea, sería conveniente que los técnicos municipales explicaran, en términos comprensibles, los proyectos de la actividad a los interesados comparecientes en el expediente para facilitarles su defensa. De esta manera se les proporcionaría unos conocimientos y se les evitarían unos gastos que no deben o no pueden costear. Esta actitud, de amable colaboración, aumentaría la confianza ciudadana en su Ayuntamiento, que siempre resulta positivo.

Ángel García Fontanet es presidente de la Fundación Pi i Sunyer.

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