Pañería
Los escritores de la Generación del 98 huelen a cerrado. Baroja en su propia casa llevaba puestos la boina y el abrigo e incluso a veces se añadía una bufanda y una manta en las rodillas. Un día Unamuno estaba sentado a una mesa camilla y la visita que lo acompañaba, al ver que guardaba silencio y hundía la cabeza en el pecho, creyó que se había dormido, pero una de sus babuchas comenzó a arder en el brasero y por el olor a chamusquina el acompañante se dio cuenta que don Miguel había muerto. Antonio Machado vestía como una cama deshecha y Juan Ramón Jiménez, pese a que sus poemas eran limpios y azules, él iba muy abotonado y de negro como un grajo. El garrotazo que el periodista Manuel Bueno le dio a Valle Inclán le hundió el gemelo en la muñeca. Bastaba con que se hubiera lavado un poco, pero no lo hizo; la herida se le gangrenó y hubo que cortarle el brazo. Desde Galdós a Manuel Azaña, pasando por el atildado Azorín, es posible que ningún literato español se duchara más de diez veces al año. Debido a eso toda su literatura huele a atmósfera muy cargada. Hay que esperar a la Generación del 27 para comprobar que el aire deportivo, de tipo anglosajón, había prendido en nuestros escritores. Solo en los aledaños de la II República aparecen los primeros jerseys de pico y el cuello abierto sobre las solapas como lo llevaba Blasco Ibáñez convertido en un señorito de la Costa Azul. Hay fotografías de García Lorca con pantalones bombachos, calcetines de rombos y pajarita; de Alberti con una camisa negra y una corbata clara; de Cernuda hecho un dandi muy planchado y aunque los poetas Salinas, Guillén, Dámaso Alonso, Altolaguirre y Aleixandre aun vestían muy formal se nota que su pañería ya era inglesa y estaba venteada por el espliego del Guadarrama. A Gil Albert se lo encontró León Felipe en una calle de México durante el exilio con un aspecto deplorable. Le dijo que un grupo de escritores norteamericanos había girado fondos para remediar estas situaciones lastimosas entre los refugiados. Con el cheque en la mano Gil Albert se olvidó del hambre canina, entró en una tienda inglesa y se compró un sueter, un foulard de color humo con motas blancas y todos los productos de perfumería Jarley, jabón de afeitar, polvos de talco, loción y sales. Rancios, de oscuro, oliendo a cuarto cerrado, sin un gramo de fascinación, así han sido la mayoría de nuestros escritores. Mi teoría literaria es esta: si no eres guapo ni vives ni vistes como Scott Fitzgeralg nunca escribirás el Gran Gatsby.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.