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Tribuna
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España debe levantar el manto de silencio

A lo largo de las últimas semanas, en la ciudad de Valencia ha resurgido un periodo de la historia española sin resolver, demostrándose una vez más que todas las naciones siguen siendo prisioneras de su pasado. La alcaldesa conservadora de la ciudad quiere crear un nuevo cementerio en un sitio en el que ya hay 5.039 cuerpos enterrados: los restos de izquierdistas asesinados después de la Guerra Civil. Sólo en Valencia murieron más de 26.000. En opinión de la izquierda, esto constituye una afrenta a la memoria de sus camaradas caídos, un intento por cubrir de cemento una fosa común política. Estalló una disputa tremenda que ahora ha llegado incluso a la Comisión de la Unión Europea.

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La historia y el legado de la despiadada Guerra Civil española de 1936 a 1939, como pude aprender mientras escribía e investigaba durante la elaboración de un nuevo libro sobre el conflicto, siguen despertando grandes pasiones, y en ocasiones han llegado a causar más controversia que la II Guerra Mundial. Algunos historiadores mantienen que la dimensión internacional de la Guerra Civil -con Joseph Stalin apoyando a la República con armas y consejeros, y Adolf Hitler proporcionando apoyo aéreo para los nacionalistas- constituyó el acto de ronda inaugural de la II Guerra Mundial. Y en España la guerra sigue siendo causa de amargura y discordia, incluso hoy, más de tres décadas después de la muerte del general Francisco Franco, el último de los dictadores europeos que surgió de este periodo.

La raíz de la discordia es precisamente el éxito de la transformación española. Después de que Franco muriese en 1975, el mundo entero admiró el paso de España a una monarquía constitucional y a la democracia. Pero el proceso requirió que se llegase a lo que después se llamaría el pacto de olvido. Ningún general o torturador fue sometido a juicio. Ninguna comisión de la verdad analizó el pasado de España. El régimen murió en la cama junto con su fundador. Y eso representaba un problema para la izquierda. Nunca tuvo la ocasión de derrocar al régimen, ni de participar en la transformación española.

Hoy, el pacto de olvido debe romperse, aunque sólo sea para que todos los españoles -ciudadanos de la nación más moderna y con mayor proyección de futuro de la Unión Europea- puedan comprender cómo sucedió la tragedia. La peor opción sería un retorno a las divisiones propagandísticas del pasado, las de las Dos Españas, que demostraron ser irreconciliables y estar destinadas a destruirse mutuamente. Los falsos paralelos internacionales ayudaron a radicalizar España antes de la Guerra Civil. La sombra del levantamiento bolchevique en Rusia contribuyó a hacer aún más intransigente a la derecha española. Mientras tanto, los llamamientos a la revolución por parte de la izquierda, incluida una gran parte del Partido Socialista, se hicieron más intensos. Ambos bandos intentaron comparar Madrid con la Petrogrado revolucionaria de 1917. Este tipo de comparaciones engañosas no hicieron más que acentuar los miedos que llevaron tanto a la izquierda como a la derecha a adelantarse a sus adversarios y tomar ellos mismos el poder.

La honestidad intelectual fue la primera víctima de los agravios morales, unos agravios que se volvieron aún más acerbos para la izquierda tras la derrota de la República en 1939 a manos de Franco y los nacionalistas. Al final de la II Guerra Mundial, tras la derrota de los dos aliados principales de Franco, Adolf Hitler y Benito Mussolini, muchos esperaban que los aliados occidentales obligasen a España a celebrar unas elecciones libres. Pero el régimen franquista se salvó gracias a la neutralidad británica y al apoyo estadounidense, en un momento en que se estaban definiendo los nuevos bandos de la Guerra Fría.

Incluso en la actualidad, mientras los viejos derechistas -los nostálgicos del franquismo- se niegan a admitir error alguno en la cruzada de Franco, la mayoría de los socialistas siguen negándose a reconocer que el gobierno de izquierdas del Frente Popularde 1936 fue cualquier cosa menos una víctima completamente inocente. Y porque nunca condenó a sus partidarios por intentar derrocar en 1934 al anterior Gobierno de derechas elegido legalmente. Algunos se niegan a reconocer incluso que las huelgas, los disturbios, la confiscación de tierras y la quema de iglesias contribuyeron al desmoronamiento de la ley y el orden en la primavera de 1936.

Hacia junio de ese año, España se había vuelto ingobernable, y el caos era tal que la derecha puede argumentar que el levantamiento militar habría tenido lugar en cualquier caso, dirigido no contra el gobierno electo, sino contra la falta de gobierno. Y efectivamente, Franco no dejó escapar la oportunidad de aplastar la democracia. Pero la irresponsabilidad de las facciones izquierdistas le brindó esa oportunidad. Los líderes más moderados de la República les habían advertido una y otra vez sobre las consecuencias de sus actos, pero se negaron a escuchar.

Tras la muerte de Franco, cuando ya habían desaparecido todas las amenazas de intervención militar, empezó a extenderse por España la sensación de insatisfacción y de injusticia. Sin duda es posible comprender el resentimiento de la izquierda. Había sufrido la humillación de la derrota en 1939 y de los largos años de dictadura. Después, cuando los socialistas llegaron al poder por primera vez en medio siglo, siguieron contemplando con amargura el manto de silencio bajo el que se ocultaba el pasado. Las víctimas derechistas de las masacres cometidas por la izquierda durante la guerra habían sido enterradas como mártires. Pero los cuerpos de los izquierdistas se descomponían en fosas anónimas.

El golpe más reciente a la unidad nacional de España tuvo poco que ver con la Guerra Civil, pero las viejas divisiones no tardaron en salir a la luz. Esto ocurrió después de los atentados en los trenes de Madrid del 11 de marzo de 2004 -el 11-S español-, en los que murieron 191 pasajeros y más de 400 fueron gravemente heridos. Fue una conmoción traumática, incluso para un país que soportaba desde hacía años los ataques del grupo terrorista vasco ETA, y los españoles se echaron a la calle en la manifestación contra el terrorismo más numerosa que se haya visto jamás en Europa. Hay que recordar que ETA siempre había insistido en que seguía en guerra con el Gobierno porque no se habían respetado los términos de rendición de las tropas vascas en la Guerra Civil.

La unidad de la cólera no duraría mucho. Las explosiones ocurrieron tres días antes de unas elecciones generales que se esperaba que ganase cómodamente el conservador Partido Popular del primer ministro José María Aznar. Unas horas después de los ataques, el Gobierno acusó a ETA, que sólo tres meses antes había intentado colocar bombas en trenes con destino a Madrid. Aznar, él mismo víctima de un atentado anterior de ETA, estaba convencido de que el grupo era el responsable. El hecho de que las fuentes de ETA lo negasen sólo contribuyó a aumentar su ira.

Pero la indignación de Aznar también era defensiva. Como aliado del presidente Bush, Aznar había enviado tropas a Irak a pesar de la aplastante oposición de la población a la guerra. De modo que se negaba a creer que la atrocidad de Madrid tuviese algo que ver con su política exterior. Además, había basado su campaña electoral en el éxito del Gobierno en la lucha contra ETA.

A lo largo del día siguiente más o menos, cada vez más pruebas apuntaban a los islamistas radicales. A pesar de ello, Aznar llegó al extremo de llamar personalmente a los directores de los periódicos para garantizarles que la responsable era ETA. Pero en poco tiempo no quedó la menor duda de que esta atrocidad terrorista había sido perpetrada por islamistas radicales, en nombre de Al Qaeda. Con sus negativas, a las que ya no se daba ningún crédito en el momento en que los españoles acudieron a las urnas, Aznar dividió al país y sirvió en bandeja una victoria a Al Qaeda. Una de las primeras cosas que anunció el nuevo Gobierno socialista fue la retirada de las tropas españolas de Irak.

La exasperación del país con Aznar también reforzó el eterno escepticismo de los españoles con respecto a los ejércitos y las guerras en el extranjero, que tiene sus orígenes en la caída del imperio español a finales del siglo XIX. Aznar reforzó el resentimiento al intentar utilizar las declaraciones de Osama Bin Laden de que España era una parte eterna del mundo islámico. Era una jugada peligrosa, aunque sólo fuera porque se corría el riesgo de perpetuar la vieja polarización entre islam y cristianismo, muy anterior a las manipuladas alternativas del fascismo y el comunismo, y que podía tomar su lugar una vez más.

En realidad, nadie en España salió ganando, salvo a muy corto plazo. Una vez más, la nación estaba profundamente dividida por su historia, una señal más de que a los españoles les cuesta mucho separar su identidad política del pasado nacional. El pasado septiembre, me sentí consternado cuando los periodistas españoles preguntaron si las divisiones actuales eran comparables a las que causaron la Guerra Civil. Lo que España necesita ahora es un pacto de recuerdo, no de olvido, pero debe enfocar la memoria de un modo completamente distinto: uno que evite los fantasmas propagandísticos del pasado que se alimentan a sí mismos; uno que reconozca libremente las peligrosas consecuencias de negarse a transigir. Los españoles tienen muchas y grandes virtudes, especialmente la generosidad, la imaginación, el sentido del humor, el valor, el orgullo y la determinación. Pero no suelen distinguirse por intentar comprender el punto de vista del adversario. Es un vicio infravalorado. La tragedia de la Guerra Civil es sin duda el recordatorio más fuerte del peligro de despreciarlo.

Antony Beevor es historiador británico, autor de La Guerra Civil española (Editorial Crítica). Traducción de News Clips. © LA Times - Washington Post

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