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Columna
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Maragall: amarga victoria

Antonio Elorza

En una de las letrillas cantadas por las calles de Barcelona en 1842, era puesta en tela de juicio la figura del espadón progresista poco antes adorado: "Mori l'Espartero, que n's ha ben futut: volia ser batlle y es rey absolut". Alcalde y gobernante, por añadidura, personalista, representaban polos opuestos.

Análoga distancia cabe señalar entre el balance de la gestión de Pasqual Maragall al frente del Ayuntamiento de Barcelona y como presidente de la Generalitat: un excelente alcalde nos deja ahora un importante legado de su breve paso por la presidencia de Cataluña, pero de contenido más que discutible y marcado por su errático personalismo. Sin duda, el azar ha jugado en contra suya. En 1999, Maragall pudo haber sido un presidente de signo muy distinto, con el apoyo de Iniciativa per Catalunya, de los "ciudadanos por el cambio", al ofrecer un proyecto de inspiración reformadora siguiendo la estela del Olivo italiano. La eficaz labor de destrozona llevada a cabo entonces por Julio Anguita evitó el triunfo de la izquierda. En 2003, el panorama había cambiado. Para la victoria había que contar con Esquerra, y esto significaba llevar el eje de la acción desde un nuevo estilo de gobierno, enfrentado al de los madurs catalanistas, a un planteamiento nacionalista. Ahora, el principal objetivo era un nuevo Estatuto, no una reforma del anterior. No se trataba además de un problema de dosis de catalanidad, sino de que la meta buscada por Esquerra era otra: el Estatuto como antesala de la independencia. Y una vez puesto en marcha el proceso, ¿quién estaba dispuesto a quedar atrás en demandas de autogobierno? No se buscó un entendimiento; fue inaugurada una subasta. Ignorar esto supuso un error capital, propiciado por la oferta bíblica de ZP al prometer a los catalanes que cuanto ataren sobre la tierra, atado quedaría en el cielo.

Como el flautista de Hamelín, Maragall había ofrecido a Zapatero para que le siguiese un Estatuto destinado a reforzar "la España plural", elaborado en paz y concordia por los catalanes. Por mucho tiempo Zapatero se dejó guiar, hasta que comprobó que el proyecto del 30 de septiembre era un reto a la Constitución, y que ni siquiera había concordia en el tripartito. El piloto del cambio había perdido el timón y ahora paga el precio, en gran parte exigido por ZP, quien merced a su reconocida capacidad de maniobra arregló en lo posible la situación, a costa de resucitar a Artur Mas.

Lo peor es que se trataba de un fracaso anunciado, desde que Pasqual Maragall enunció los principios en que se basaba su propuesta. El postulado de la singularidad nacional de Cataluña, pilar del preámbulo y del principio de bilateralidad, se apoya en una concepción tradicionalista, más que historicista, convirtiendo a los "derechos históricos" en raíz del autogobierno. Rara construcción para un demócrata. Por el mismo camino, Maragall enlazaba la idea moderna de la "eurorregión" nada menos que con el pasado de la Corona de Aragón. Todo giraba en torno a Cataluña, con España como entorno difuso, en la cual lo importante era que los catalanes se sintieran "cómodos". Meta indefinida que sólo adquiere significado desde un estricto nacionalismo: sentirse cómodos es dejar sin competencias al Estado. Un diario barcelonés elogia ahora a Maragall por el impulso dado a "una España plural" -mejor sería decir mal articulada- y por conseguir que la mayoría de los catalanes se sientan cómodos. Lo de mayoría es ya dudoso tras el 18-J; la estupidez de la comodidad, mejor olvidarla. Aun evocando más de una vez el federalismo, nuestro buen alcalde ha hecho imposible la construcción de una España federal. Ganan definitivamente los madurs frente a los demócratas catalanes que ya en 1840 tenían clara su meta: "Un sistema federal, proclamia la Naciò!" Causa hoy perdida.

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